El regreso
Sentado en el avión, Sergio miraba por la ventanilla sintiéndose algo mareado, y no
por la altitud. Volvía a casa después de la pesadilla del apresamiento, del miedo a no
salir vivo, de no volver a ver a los suyos ni a Marta. De morir en un país lejano y solo
—él, que tanto apreciaba a la familia—, y sin haber podido decirle a ella cuánto sentía
su comportamiento del mes de julio.
Habían pasado dos meses y medio desde que se marchó y le habían parecido los más
largos de su vida. Dos meses y medio sin noticias de ella, sin escuchar su voz ni su risa,
que era lo que le mantenía vivo durante las travesías.
Estaba seguro de que ella habría intentado ponerse en contacto con él, pero después
de un periodo de varias semanas sin cobertura, el barco había sido apresado y les
habían quitado los teléfonos móviles y los habían arrojado al mar, según afirmaban
algunos compañeros, además de inutilizar el servicio de comunicaciones del barco.
No les habían maltratado físicamente, salvo algún golpe ocasional, pero les
mantuvieron encerrados y a oscuras, lo que había supuesto un maltrato psicológico
considerable. En el hospital les hicieron un reconocimiento rutinario y les retuvieron un
par de días, que le resultaron interminables. No veía el momento de llegar a España, y a
casa. Según les comunicaron, el Gobierno no había anunciado a los familiares la
llegada a fin de evitar una avalancha mediática, cuanta menos publicidad se diera al
caso, mejor, y por eso no sabía qué se iba a encontrar en el aeropuerto cuando
aterrizase. Seguramente no habría nadie esperándole, pero no le importaba. Desde el
mismo aeropuerto iba a llamar a casa y a deleitarse con la voz de los suyos. En apenas
media hora…
El avión aterrizó con diez minutos de retraso, pero por fortuna no llevaba equipaje
en la bodega, no tendría que esperar para recoger nada, de modo que se encaminó con paso rápido a la salida cargado con una simple mochila que contenía una muda de ropa
y la documentación. Cuando las puertas correderas se abrieron para él, pudo ver en
primera fila a su padre, a su madre y a Marta, con la sonrisa más radiante que le había
visto nunca. Sintió un nudo en el pecho y lágrimas de emoción le nublaron los ojos
mientras avanzaba todo lo rápido que pudo hacia ellos. Marta le salió al encuentro y se
abrazó a él con desesperación, apretándose contra su cuerpo como si quisiera meterse
dentro de él. No pudo hablar, ninguno de los dos podía embargados por la emoción. La
sintió temblando, y apoyó la cabeza contra la melena rubia, hundiendo la cara en ella,
mientras le susurraba con voz entrecortada por el llanto:
—Te quiero, Marta… con toda mi alma.
—Ya lo sé, marinero… no hace falta que lo digas.
—Lamento…
Ella le besó en la boca haciéndolo callar. Y ese beso le dijo todo lo que deseaba
saber, todo lo que se había preguntado en los dos meses y medio que llevaban sin verse.
Por unos minutos el aeropuerto entero desapareció para ellos, mientras se entregaban
con toda el alma a un beso que durante momentos angustiosos ambos habían temido no
volverse a dar.
Después, se separaron y fueron sus padres quienes se acercaron a abrazarle. Y esta
vez a Fran no le importó que se le escaparan unas lágrimas en público.
—¿Estás bien? —le preguntó Susana mirándole de arriba abajo con ojos de madre.
—Sí, mamá, no nos han hecho daño.
—¿Y esa cicatriz en la sien? —preguntó Marta, que también le analizaba centímetro
a centímetro.
—Nada de importancia, un pequeño golpe.
—Estás más delgado.
—Eso sí, mamá, hemos pasado un poco de hambre.
—En cuanto te vea Manoli se pondrá a cocinar a todas horas hasta que repongas el
peso perdido.
—Lo conseguirá en poco tiempo, estoy seguro. Me muero por una comida decente.
—¿Estás cansado?
—Un poco, han sido muchas horas de vuelo.
—Hemos reservado habitaciones en un hotel para esta noche, así podrás descansar, y volveremos mañana.
—Estupendo. ¿Cómo habéis sabido que llegaba? Me dijeron que no lo habían
comunicado a los familiares.
—Y no lo han hecho, pero mi padre tiene un amigo que nos ha mantenido informados
—dijo Marta apretándose contra su costado. Le parecía un sueño tenerle a su lado,
sentirle y abrazarle.
—Me alegra saber que no habéis estado todo el tiempo preocupados.
—Acabas de decir una estupidez, Sergio —dijo Susana con su lógica habitual—.
Pues claro que hemos estado preocupados. Pero al menos sabíamos cómo estaban las
cosas.
Se dirigieron a la parada de taxis y tomaron uno que los llevó hasta el hotel. En la
puerta, Susana se despidió.
—Fran y yo queremos hacer un poco de turismo, pero supongo que tú, como estás
cansado, desearás irte a la habitación en seguida.
Sergio sonrió agradecido a su madre.
—Sí, mamá. Muy cansado.
—Pues nada, chicos, nos veremos a la hora de la cena, si os apetece bajar. Si no,
este hotel tiene un buen servicio de habitaciones.
—Estupendo.
Abrazados subieron a la habitación y una vez en ella se quedaron mirándose uno al
otro en silencio.
—¿No piensas abrazarme? —preguntó Marta sonriente.
—En seguida, pero antes déjame contemplarte… hubo momentos en que dudé de
poder hacerlo de nuevo.
—No lo menciones siquiera… estás aquí y eso es lo que importa. Que te tengo de
nuevo conmigo.
—Te llamé antes de que zarpara el barco para decirte que te quiero. El móvil estaba
apagado. —Marta asintió con la cabeza.
—Se quedó sin batería… y yo estaba metida en un atasco camino del puerto. Cuando
llegué ya habías zarpado.
—Entonces viniste…
—Sí, pero lo decidí demasiado tarde, no llegué a tiempo.
Esta vez Sergio avanzó los dos pasos que les separaban y la abrazó con fuerza.
—No volverá a pasar, no dudaré de ti…
—Calla, ahora no es momento de eso… ahora solo quiero besarte y hacer el amor
hasta que me quede sin fuerzas. Y lo siento por tus padres, pero que no cuenten con
nosotros para la cena, porque no te voy a dejar salir de esta habitación hasta mañana
para coger el AVE.
—Mi fierecilla… ¿Me dejarás al menos darme una ducha antes? Llevo metido en
ese avión muchas horas. Y todavía no consigo sentirme limpio.
—Voy a hacer algo mejor que eso… La habitación tiene una bañera enorme… Voy a
bañarte yo.
—Hummm, por mí encantado, pero te aconsejo que te pongas poca ropa porque
puedes acabar dentro de la bañera conmigo.
—¿Te parece bien nada de ropa?
—Me parece perfecto.
Marta se perdió en el cuarto de baño y Sergio la escuchó abrir los grifos de la
bañera. Se sentó en la cama y respiró hondo. Estaba en casa.
Mientras escuchaba el agua caer, su cuerpo anticipaba las caricias de las manos de
ella sobre la piel desnuda, esas manos que había añorado hasta la desesperación
durante los meses pasados. Luego ella le llamó.
—Ya está listo el baño del señor… —dijo apareciendo en la puerta del dormitorio
sin una sola prenda de ropa encima, tal como le había prometido. Sergio se dijo que no
estaba seguro de poder aguantar el baño sin abalanzarse sobre ella. Sintió una acuciante
necesidad de acercarse y abrazarla, una necesidad más intensa aún que la de bañarse.
Porque desde que salió de aquella bodega donde había pasado todo un mes sin
ducharse ni tener ningún tipo de aseo personal, sin quitarse la ropa que tenía puesta
cuando le apresaron, no conseguía sentirse limpio. No importaba cuantas veces se
duchase o cuánto tiempo permaneciera sumergido en la bañera, la sensación de
limpieza le duraba muy poco. El médico que le había atendido en el hospital le había
dicho que eso era normal y que iría desapareciendo poco a poco, al igual que el resto
de secuelas provocadas por el cautiverio. Y él esperaba que fuera cierto, porque ver a
su novia desnuda le excitaba muchísimo, pero se sentía incapaz de abrazarla y hacerle
el amor sin bañarse antes.
Despacio se desprendió de su propia ropa, que se había puesto limpia antes de salir para el aeropuerto y se acercó hasta ella. Le tendió la mano y juntos entraron al cuarto
de baño, donde una bañera de agua que humeaba les estaba esperando.
Sergio se hundió en ella y Marta se arrodilló a su lado, y cogiendo uno de los sobres
de gel de la canastilla que ponía el hotel al servicio de los clientes, se enjabonó las
manos y comenzó a deslizarlas por el cuerpo de él.
Afortunadamente no le encontró ninguna otra señal física del cautiverio, aparte de la
pequeña cicatriz de la sien, y una delgadez que antes no tenía. Los músculos marcados
por el trabajo constante en el barco se habían reducido y las costillas se le marcaban
ligeramente, pero de eso ya se encargaría Manoli en cuanto llegara a casa. Y de la
mirada anhelante se encargaría ella.
Deslizó suavemente las manos por el cuerpo que tanto amaba y que tanto había
temido no volver a acariciar.
Sergio cerró los ojos y se dejó hacer tratando de ignorar la erección que se hacía
más intensa a medida que ella iba deslizando las manos por sus brazos, el torso y las
piernas, y cuando al fin los dedos jabonosos se acercaron a su sexo, él lanzó una
exclamación ahogada que hizo que Marta sonriera pícara.
—Sospecho que esta parte de tu cuerpo tiene más suciedad que el resto y necesita
que la frote más, ¿no es cierto?
—Muy cierto.
Sin pensárselo dos veces entró en la bañera y se sentó a horcajadas sobre los muslos
de su novio y empezó a acariciarle como si le estuviera lavando, con las manos suaves
por el jabón. Él se agarraba al borde de la bañera conteniendo la respiración hasta que
Marta comentó resuelta:
—Creo que ya está lo suficientemente limpio, ¿no te parece?
—Sí… —susurró con voz entrecortada.
Ella levantó el trasero y avanzando un poco se dejó caer sobre él, haciendo que la
penetrase en un solo movimiento. Marta se quedó quieta durante unos minutos, le
encantaba la sensación de estar así, unidos, y aunque él la apremiaba para que se
moviese, no lo hizo.
—Por favor… —suplicó Sergio, cuando ya se le hizo insoportable la inmovilidad.
Y Marta empezó a moverse con exasperante lentitud. Él la dejó hacer, le encantaba
cuando tomaba el mando; después de ocho años de relación ella sabía perfectamente
qué le gustaba y qué no, se aferró a sus caderas y se limitó a disfrutar de las sensaciones, de la maravillosa vista de sus pechos desnudos ante su cara. Anhelaba
levantarse y besarla, pero no lo hizo, eso llegaría más tarde. Iba a besarla hasta
hartarse, hasta saciar la sed de ella que había acumulado en los meses pasados. Tenían
toda la tarde y la noche para ello y para disfrutar del tiempo perdido, de las largas
charlas en la cama que tanto les gustaban a los dos después de hacer el amor. O entre
una vez y otra.
Cuando al fin los dos se desplomaron exhaustos, Sergio alargó los brazos y la rodeó
con ellos haciéndola sentarse sobre sus piernas con la espalda apoyada contra su
pecho. Abrió de nuevo el grifo del agua caliente para evitar que se enfriase, y apoyando
la cabeza contra el pelo rubio y húmedo de Marta, le susurró al oído.
—Te quiero más que a mi vida.
—Lo sé.
—En la bodega solo podía pensar en lo que tú sufrirías si no salía vivo de allí.
—No digas eso —suplicó ella acariciándole la mano—. Estás aquí.
—Pero podía no estar, Marta. He visto la muerte muy de cerca estos días.
—Yo supe todo el tiempo que estabas vivo… lo sentía dentro de mí.
—Quizás porque pensaba en ti continuamente. Y si tenía miedo a la muerte era
porque no podría vivir contigo tantas cosas que siempre he soñado.
—Las viviremos, todas y cada una de ellas.
—He estado pensando mucho, he tenido un larguísimo mes para hacerlo… y he
decidido que mi tiempo como marino mercante tiene los días contados. Debo encontrar
la forma de estar en contacto con el mar, pero sin pasar tanto tiempo lejos de ti.
—Yo no quiero que renuncies a tu profesión por mí, Sergio. Por supuesto que
quisiera pasar más tiempo contigo, no te haces una idea de cómo te echo de menos
cuando estás embarcado, pero sé lo que sientes por el mar y lo infeliz que serías con un
trabajo en tierra.
—Encontraré algo que me permita seguir en contacto con el mar. Pero quiero formar
una familia contigo… no ahora, pero pronto. En unos pocos años.
Marta cerró los ojos sintiendo que nada le gustaría más.
—Dime… —continuó él sobre su cuello con voz ronca y emocionada—. ¿Te casarás
conmigo?
—Me casaré contigo. El cómo y el cuándo, ya lo decidiremos.
—¿Un par de años?
—Un par de años me parece bien —dijo dándose la vuelta y besándolo en la boca
—. Esto se merece una concha bien grande, marinero.
—La tendrás. Cuando llegue el momento tendrás la concha más grande y más bonita
que pueda encontrar, para que cuelgue de tu pulsera en un lugar destacado.
—Y ahora, el agua se está enfriando. ¿Qué te parece si nos secamos y nos metemos
en la cama?
—Me parece genial.
Susana y Fran recorrieron Madrid cogidos de la mano como siempre iban a todas
partes. Como cuando tenían veintipocos años y paseaban su amor por el rectorado. Ya
habían estado en la capital en otras ocasiones, pero aquel día era especial. Sergio había
regresado a casa sano y salvo y Marta y él se habían reconciliado, cosa que nunca
pusieron en duda ninguno de los dos. El de los chicos era un amor como el suyo, firme y
duradero, incombustible al tiempo y a la distancia, y por muchas discusiones que
pudieran tener, eso no iba a mermarlo.
El abrazo que se habían dado en el aeropuerto les hizo recordar a ambos el que se
dieron ellos cuando se reencontraron en el bufete Figueroa después de tres años de
separación, muchos años atrás.
Caminaban felices por las calles, disfrutando de una paz que les había sido
arrebatada durante un mes, cuando de pronto Fran comentó:
—Los chicos no van a bajar a cenar ¿verdad?
Susana sonrió.
—No creo. ¿Tú bajarías si estuvieras en su lugar?
—No. Te secuestraría y te ataría al cabecero de la cama, y no te dejaría salir de allí
hasta media hora antes de coger el AVE —dijo con una risita. Y añadió—: Creo que se
me está antojado eso…
—¿Atarme al cabecero?
—Hablaba en sentido figurado, pero lo de no dejarte salir de la habitación hasta
mañana sí lo decía en serio. Los chicos están bien y a lo suyo, y nosotros podemos
dejar de ser padres por un rato… o por toda la tarde y la noche…
Susana miró a su marido y le vio en los ojos ese brillo de las proposiciones indecentes, como él solía llamarlas.
—¿Te estás tirando un farol, Figueroa, o me estás diciendo que a tus años puedes
tenerme en danza toda una tarde y una noche?
—¿Quieres comprobarlo?
—Por supuesto.
Fran levantó la mano y detuvo un taxi que pasaba. Le dio al conductor la dirección
del hotel y ambos se acomodaron en el asiento trasero. La mano de él se deslizó por la
pierna de Susana acariciándole el muslo y la de ella rodeó la espalda de Fran y se coló
juguetona por debajo de la camisa, los rostros imperturbables mientras las manos
jugaban. El taxista solo veía por el retrovisor a una pareja de mediana edad seria y
comedida.
Cuando llegaron al hotel y se metieron en el ascensor, Fran le rodeó la cintura con el
brazo y así recorrieron la distancia que les separaba de la habitación. Los huéspedes
con que se encontraban fruncían ligeramente el ceño al verles, y Susana comentó
divertida:
—Piensan que somos un lío.
—Sí, seguramente.
Ya cerca de la puerta, se cruzaron con una pareja entrada en años que miró el brazo
de Fran como si fuera algo pecaminoso, y él no pudo evitar decir en un tono lo
suficientemente alto como para que le oyeran.
—¿Estás segura de que tu marido no te va a echar de menos esta noche?
—Completamente segura. Mi marido va a estar muy ocupado hasta mañana.
Abrieron la puerta de la habitación y ante la mirada de reprobación de la pareja, que
se había detenido descaradamente a observarles, Susana cogió el cartel de «No
molesten» y lo colgó del picaporte. También la puerta de la habitación de Sergio y
Marta ostentaba el mismo aviso.
Una vez dentro, y a salvo de miradas indiscretas, Fran se volvió hacia Susana
dispuesto a demostrarle algo que ella ya sabía. Que todavía podía dejarla satisfecha en
la cama de mil maneras distintas, y que la seguía deseando como aquel primer día en El
Bosque. Y que cuando ya las fuerzas o los años no le permitieran determinados
aspectos de la vida sexual, momento para el cual aún faltaba mucho, mucho tiempo, él
seguiría encontrando la forma de hacerle el amor a su mujer. A esa mujer que había
formado parte de su vida desde siempre, y sin cuya existencia no concebía la propia. A esa mujer que sabía ser madre abnegada y amante juguetona y a la que él adoraba y
adoraría mientras le quedara un soplo de vida.
A la mañana siguiente, el móvil de Susana vibró con un mensaje. Ya no estaba
dormida, hacía rato que se había despertado, pero siguió acurrucada contra Fran en ese
hueco familiar que él tenía en su costado y con la pierna rodeando las de él. Pocas
veces tenía ocasión de permanecer así, sin prisas y disfrutando de su piel y del calor de
su cuerpo.
Perezosamente, alargó la mano y miró el mensaje. Fran también se había despertado
y la interrogaba con la mirada.
—Es de Sergio. Me pregunta si nos vemos en el comedor para desayunar juntos.
—Dile que sí, que nos encontramos abajo en media hora.
Susana respondió y nada más colocar el teléfono en la mesilla, sintió los brazos de
él rodeándole la cintura desde atrás y su boca justo bajo la oreja.
—¿Usted cree, señora, que su marido le pedirá cuentas sobre esta noche?
—Eso seguro… y yo las pagare gustosa… porque me temo que no estoy nada
arrepentida y que la experiencia se volverá a repetir… soy débil en lo que a mi amante
se refiere.
Él apretó los labios sobre el cuello y ella se estremeció con el escalofrío que
siempre le provocaba cuando lo hacía. Por fortuna había sido precavida y había metido
en el equipaje un foulard que debería ponerse para desayunar.
Media hora después, tras una reconfortante ducha, bajaron al comedor en la puerta
del cual ya les esperaban Sergio y Marta con aspecto de haber dormido menos aún que
ellos.
—Buenos días —saludaron.
Entraron al comedor y Susana comprobó divertida que los chicos se servían del bufé
enormes cantidades de comida, como si estuvieran muy hambrientos.
—Veo que te has tomado muy en serio lo de recuperar los kilos perdidos —bromeó.
—Tengo mucha hambre. Lamento no haber bajado anoche para acompañaros en la
cena —se disculpó—. Estaba realmente cansado.
—No te preocupes —dijo Fran guiñándole un ojo con aire pícaro—. Nosotros tampoco bajamos, también estábamos agotados después de nuestro recorrido turístico
por Madrid. Y el servicio de habitaciones de este hotel es magnífico.
Marta miró a Susana, que contemplaba a su marido con mirada ligeramente
socarrona y un brillo intenso en la mirada, y supo que no era precisamente el recorrido
turístico el que había provocado el cansancio que se adivinaba en su rostro. Los ojos de
su suegra brillaban tanto como los suyos. Y si también habían pasado de la cena, como
les había sucedido a Sergio y a ella, estarían igual de hambrientos.
Desayunaron con apetito y emprendieron el regreso a Sevilla. Nada más sentarse en
sus respectivos asientos del AVE, los cuatro cayeron en un profundo y reparador sueño.
Cuando Sergio despertó, el tren estaba a punto de entrar en la estación de Santa
Justa. Se volvió hacia Marta que continuaba dormida sobre su hombro y después de
besarla en el pelo la sacudió suavemente.
—Ya estamos en casa, cariño.
Ella abrió los ojos y le sonrió.
—¿Por cuánto tiempo esta vez? Ayer estaba tan feliz que ni siquiera te pregunté de
cuántos días de permiso dispones.
—De todo un mes. Hay que hacer algunas reparaciones, los secuestradores
destrozaron el sistema de radio y todos los dispositivos de localización. La naviera nos
concede un permiso de treinta fantásticos días para que nos repongamos e incluso ha
puesto un psicólogo a nuestra disposición.
—¿Lo vas a necesitar?
Él sonrió.
—No lo creo, sobre todo si tú te aplicas en la tarea de hacerme olvidar las
calamidades.
—Pondré todo mi empeño en ello. Esa vez no habrá clientes que se interpongan
entre nosotros.
—¿Entonces el caso de Arturo Casal ya está cerrado?
—Sí.
—¿Y fuera de nuestras vidas?
—Definitivamente.
—Bien, entonces, ¿eres toda mía de nuevo?
—Nunca he dejado de serlo, marinero, aunque tu creyeras que sí.
—Esta vez yo quisiera encargarte un caso.
—¿Tú?
—Sí… me gustaría que defendieras a uno de mis secuestradores. Se portó bien con
nosotros, nos hizo un poco más llevadero el encierro y tiene detrás una historia
personal… No quisiera que le cayesen muchos años de cárcel.
—¡Ni por asomo!
—Eres abogado, no puedes negarte.
—Claro que puedo, si hay algo que no falta en tu familia son abogados, así que
pídeselo a alguno de ellos. Yo no lo haría bien, no pondría todo mi empeño.
Clavó en él unos ojos suplicantes.
—No me pidas eso, Sergio… yo quisiera verlos a todos colgados, a ser posible por
mi propia mano.
—De acuerdo, hablaré con mis padres. Ahora hay que bajar del tren, preciosa. Me
muero por pisar suelo sevillano.
Fran y Susana caminaban por el pasillo con su pequeña maleta en la mano. Sergio
cogió la de Marta del compartimento superior y ambos los siguieron.
Ya desde lejos, antes de subir la escalera mecánica, vieron a Miriam paseando por
la parte superior de los andenes y escrutando entre los viajeros que acababan de
abandonar el tren. Sergio alzó el brazo saludándola, y ella se dirigió rápidamente al
borde de las escaleras mecánicas para recibirle.
Se fundieron en un apretado abrazo, Sergio notó temblar a su hermana y cómo los
sollozos sacudían su cuerpo. Sintió que también sus ojos se empañaban, consciente de
la pesadilla que su familia había vivido, paralela a la suya y no menos terrible.
Después, ella se recompuso y le advirtió entre lágrimas.
—¡No vuelvas a darnos un susto como este! ¿Me oyes?
—Te oigo.
—Anda, vamos a casa. Espero que no estés muy cansado, porque todos te están
esperando en Espartinas: Hugo, Manoli, Inma y Raúl, la tía Merche y el tío Isaac.
—No estoy cansado, sino deseando verles a todos.
—Manoli está preparando un puchero «con todos los avíos» como dice ella, y Raúl
ha traído carne para una barbacoa. También Javi se quiere conectar más tarde a Skype para verte.
—No sabes lo feliz que me hace todo eso… Estar en casa, con mi gente.
—Anda, vamos.
Susana se hizo cargo de la maleta de Marta y Sergio salió de la estación camino de
los aparcamientos con Miriam colgada de un brazo y Marta del otro.
Cuando el coche entró en el garaje de la casa de Espartinas, Sergio escuchó el
barullo que hacía su ruidosa familia en el jardín. El día era soleado y cálido a pesar de
la estación.
Siempre se sentía feliz cuando llegaba a casa después de una larga estancia en el
mar, pero nunca tanto como en aquella ocasión en que había temido seriamente no
volver a pisar la casa que lo vio crecer.
Merche se abalanzó sobre él apenas bajó del coche y lo abrazó con toda la energía
que la caracterizaba.
—Bienvenido a casa, cariño. Tus primos y tú vais a matarnos de un susto cualquier
día.
Sergio sonrió. Los dos hijos de Merche eran militares, y el pequeño, Manuel,
pertenecía a los cuerpos especiales del ejército, lo que tenía a toda la familia con el
alma en vilo cada vez que se marchaba.
—Nos gusta la aventura.
Después fue Manoli quien se abrazó a él llorando a lágrima viva. Sergio rodeó con
los brazos a la mujer menuda y ya frágil por los años que lo había cuidado como a un
hijo y a la que él y sus hermanos querían como si fuera su abuela. Más que a
Magdalena, desde luego.
—¡Mi niño! ¿Te han tratado bien?
—No me han hecho daño, pero me daban fatal de comer… ¡No sabes cómo he
echado de menos tus comidas! Espero que me hayas preparado un puchero de los tuyos.
—Sí, por supuesto. Ya sé cuánto te gusta, pero Raúl va a preparar una barbacoa… el
puchero te lo puedes comer esta noche.
—Traigo hambre para las dos cosas.
Después fue Hugo el que se abrazó a él. Con fuerza. Con emoción. El más duro de
los Figueroa se aferró a su hermano mayor y Sergio pudo percibir el nudo que se le había formado en la garganta. Le palmeó la espalda como hacía cuando era niño y
trataba de ocultar el más mínimo signo de debilidad, pero Sergio lo conocía lo
suficiente para saber que también él estaba al borde de las lágrimas.
—Menos mal que has vuelto, gamberro —dijo con voz ligeramente ronca—. Ya me
veía teniendo que ir a rescatarte.
Sergio respondió burlón:
—¿Y hubieras abandonado tu querido bar? ¡No me lo creo!
—La sangre tira más que la cerveza, hermano. Y «mi» bar, como tú dices, que no es
mío sino de Inés, está perfectamente atendido ahora que ella también trabaja en él. Que
por cierto, te manda un abrazo.
—Dale las gracias, o mejor dale uno de mi parte.
—Pásate por el bar y dáselo en persona… le gustará. Mi jefa os aprecia mucho a
todos.
Poco a poco todos se fueron acercando a darle la bienvenida. Manoli, Susana e Inma
entraron en la cocina y Fran y Raúl, como ya era habitual, se ocuparon de la barbacoa.
Ángel llegó a la hora de almorzar y por la tarde, todos fueron marchándose a sus
respectivos hogares y la casa de Espartinas recuperó su calma habitual.
Ya pasadas las once de la noche, cuando el cansancio se empezaba a apoderar de
Sergio de nuevo, Javier llamó por Skype, deseoso de ver a su hermano. La diferencia
horaria de seis horas le había impedido hacerlo antes. Los demás ya se habían acostado
después de un intenso día lleno de emociones, y Marta se retiró discretamente a la
habitación de Miriam, para dar a los hermanos un poco de privacidad.
A través de la pantalla del ordenador, Sergio contempló la cara de su hermano, al
que no veía en persona hacía más de quince meses. A sus veintiocho años, Javier
conservaba casi el mismo aspecto que a los veinte. El pelo rubio oscuro, que se había
vuelto castaño con el tiempo, y los ojos pardos heredados de Fran le daban un aire
juvenil que ni siquiera la ligera barba que se dejaba desde hacía unos años conseguía
que aparentara su verdadera edad.
—Hola, hermano…
—Sergio… No te imaginas cuánto daría ahora mismo por poder darte un abrazo.
—Lo sé… Yo también. Te echo de menos.
—¿Ha sido muy duro? Si estamos solos a mí puedes decírmelo. Siempre te
confiabas conmigo cuando éramos pequeños.
—Sí que lo ha sido… —dijo Sergio aceptando el ofrecimiento Javier para
sincerarse con él. Aparte de sus sentimientos hacia Marta, siempre le había confiado
todo lo demás a su hermano mayor—. Además de las incomodidades físicas, el hambre,
el frío… la idea de morir solo y lejos de todos vosotros era lo peor. Hubo momentos en
que la desesperación me pudo y solo la idea de volver a abrazaros me hacía aguantar.
—Sé de lo que hablas. Yo nunca he sentido tanto los kilómetros que me separan de
la familia como estos días. Saber que estabas en peligro, que todos los estaban pasando
mal y que yo estaba tan lejos…
—Dime que no te vas a quedar en Estados Unidos para siempre.
—No, no me voy quedar para siempre, solo el tiempo necesario.
Sergio sintió un nudo en la garganta.
Adivinando la congoja de su hermano, Javier añadió:
—Estamos a un paso de hacer un descubrimiento importante, sé que no falta mucho.
Después me plantearé regresar. Eso si no me pesca antes una norteamericana, como
dice Manoli —bromeó recordando la frase con que la Tata lo despedía siempre: «No te
dejes pescar por una americana, o nunca volverás».
—Pues si te pesca, te la traes a Sevilla, nos la llevamos de «tapitas», y seguro que
no quiere volver.
—Seguro. Echo de menos las «tapitas» y sentarme en una terraza en verano al
fresco, oler el azahar en primavera y la dama de noche en verano... Pero sobre todo os
echo de menos a vosotros. Si no fuera porque sé que engrosaría la cola del desempleo,
que allí no encontraría un trabajo ni la mitad de gratificante que el que tengo, regresaría
ahora mismo.
—Yo también me siento así cuando estoy en el mar… dividido entre lo que me gusta
hacer y lo que dejo atrás.
Javier pensó que si él tuviera a Marta esperándole en Sevilla no se lo pensaría dos
veces.
Como si le leyera el pensamiento, Sergio le dijo de repente:
—Marta me ha dicho que la has llamado todos estos días para animarla.
—Por supuesto. Estaba hecha polvo.
—Gracias…
—No tienes que darlas. Marta es mi mejor amiga y sé muy bien cómo se sentía y
cuánto me necesitaba. Pero lo cierto es que nos hemos animado el uno al otro. Ha sido
difícil para mí vivir esto en la distancia, yo también necesitaba a mi amiga.
Sergio asintió.
—Me alegra mucho que os hayáis tenido. Ella y yo tuvimos una pequeña crisis antes
de embarcarme y eso lo ha hecho todo más duro.
—Me lo ha dicho… espero que lo hayáis solucionado.
—Sí, todo arreglado —dijo recordando las horas maravillosas que habían pasado la
tarde y la noche anterior.
—Me alegro mucho, Sergio.
—Lo sé. Sé que te alegras de verdad.
La conversación estaba tomando un giro que ambos deseaban evitar. Los dos sabían
la verdad que flotaba entre ellos, los sentimientos de Javier por Marta, sentimientos que
nunca se habían vuelto a mencionar desde aquella noche, después del regreso de ella de
Londres, en que los tres hermanos habían hablado del tema con el corazón en la mano y
habían decidido dejar que ella eligiese libremente y aceptar su decisión sin rencores ni
dramas.
Javier decidió poner fin a la charla, si había algo que no deseaba era hacer sentir
mal a su hermano en un momento en el que solo debía estar feliz.
—Y como soy consciente de la diferencia horaria y de lo cansado que se te ve, te
voy dejar. Cuídate mucho, Sergio. Ya hablamos otro día antes de que te marches.
—Y tú. Nosotros también te echamos de menos.
—Buenas noches.
—Hasta otra, Javier.
La aplicación se desconectó y la cara de Javier se difuminó en la pantalla. Con las
ganas de abrazar a su hermano todavía palpitando en su cuerpo, Sergio se dirigió al
cuarto de Miriam a buscar a Marta, para volver a abrazarla, a dormir con ella, a
sentirla contra su cuerpo, y no pudo evitar sentir un regusto amargo al imaginar a su
hermano lejos y solo, sin el cuerpo cálido de la mujer que amaba a su lado.
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Más que amigos
Teen Fictionla segunda parte del Libro ¿Solo amigos? de Ana Álvarez. Han pasado dieciséis años desde el epílogo de ¿Solo amigos? Los pequeños han crecido, Fran logró la pequeña que ansiaba y tal y como se preveía los 3 chicos Figueroa terminan enamorándose de l...