Apresado
Sergio se acostó como cada noche, agotado física y mentalmente. En el barco se
dedicaba a las tareas más pesadas que su cometido exigía, aliviando a sus compañeros,
en vez de repartirlas entre todos como solían hacer. Quería llegar a la cama exhausto,
para poder dormir unas pocas horas, aunque eso no implicara descansar.
Llevaban ya un par de semanas sin cobertura en el móvil y no sabía si Marta había
intentado ponerse en contacto con él o seguía estando tan enfadada que ni siquiera le
había llamado, y esa incertidumbre le estaba matando.
Ya en otras ocasiones habían estado sin noticias el uno del otro durante algunas
semanas, pero siempre le había advertido con antelación de que entrarían en una zona
donde no se podrían comunicar. Era la primera vez que esto sucedía sin que la avisara,
y si había intentado contactar con él podría pensar que tenía el móvil apagado a
propósito porque seguía enfadado.
Pero no era así, a medida que pasaban los días y aumentaban los kilómetros que los
separaban, su enfado se había ido diluyendo y lo veía todo bajo otra perspectiva. Veía
lo irrazonable de sus celos y de su comportamiento. Marta tenía razón, ella siempre
había respetado su trabajo, que con frecuencia les obligaba no solo a estar separados,
sino incomunicados durante semanas, como ocurría ahora.
La echaba de menos y se arrepentía de haberse marchado sin arreglar sus diferencias
más que de cualquier cosa que hubiera hecho en su vida, y esos remordimientos se
hacían más patentes cuando se metía en la cama; por eso realizaba no solo sus tareas,
sino que ayudaba a sus compañeros con la esperanza de caer rendido y no pasar la
noche en vela lamentándose y consumiéndose sin saber qué pensaría Marta de él. O si
su enfado y su intransigencia la habían llevado a los brazos de Arturo Casal.
Aquella noche no fue una excepción, se quedó dormido apenas apoyó la cabeza en la
almohada de la litera. Cayó en un profundo sueño inducido por el cansancio del que despertó con una fuerte sacudida en el hombro; uno de sus compañeros le zarandeaba
sin miramientos.
—Despierta, Sergio… —le dijo en voz muy baja—. Algo pasa fuera.
Se sacudió el sueño lo mejor que pudo y saltó de la litera.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé, pero hay ruidos extraños en cubierta.
Antes de que pudiera decir más la puerta del camarote se abrió bruscamente y dos
hombres armados con metralletas entraron en él. Uno de ellos habló en un idioma
desconocido, pero la forma de encañonarles y los gestos que hacía con la cabeza
instándoles a salir, les hizo comprender sin ninguna duda lo que deseaban.
A empujones les hicieron bajar a la bodega, donde se encontraron a algunos de sus
compañeros, sentados en el suelo contra la pared y apretujados unos contra otros para
darse calor.
—¿Qué ocurre? —preguntó a uno de ellos. La respuesta le llegó del hombre que
estaba junto a él que le golpeó en la sien con la culata de la metralleta que llevaba. Un
hilillo de sangre se deslizó por su cara a la vez que un ramalazo de dolor estalló en su
cabeza.
—Cállate, Sergio, o nos matarán a todos —susurró su compañero de camarote,
situado al otro lado.
Con gestos bruscos les registraron y les ataron fuertemente de pies y manos. Después
de un empujón les hicieron sentarse en medio de los hombres, que se apretujaron aún
más para hacerles un hueco. Los nudos apretados le hacían daño en muñecas y tobillos
y el golpe en la sien, que afortunadamente había dejado de sangrar, le hacía palpitar la
cabeza de dolor.
Cuando la puerta se cerró detrás de los dos asaltantes, el hombre situado junto a él
le susurró:
—Han apresado el barco. Son piratas somalíes, y supongo que querrán un rescate.
—¿Piratas? ¿Un rescate? Joder… en pleno siglo veintiuno.
—Es una suposición, porque en caso contrario nos hubieran matado ya a todos.
—Han destruido la radio y el radar para que no puedan localizarnos —dijo otro de
los hombres—. Es lo primero que han hecho.
—¿Han herido a alguien?
—No, que yo sepa. Reparten golpes a diestro y siniestro, como han hecho contigo,
supongo que para demostrar que van en serio, pero hasta ahora no han pasado de ahí.
—Y espero que no lo hagan —se escuchó más allá—. Mi mujer estaba próxima a
dar a luz cuando zarpamos… y yo quiero conocer a mi hijo…
Sergio cerró los ojos tratando de aliviar el dolor y pensó que él quería volver a ver
a Marta más que nada en el mundo.
—Si están respetando nuestras vidas es por algo, de modo que quizá tengamos
esperanzas de salir de aquí.
—Yo no tengo muchas, esto no ha hecho más que empezar… y para esta gente la vida
humana no tiene ningún valor. Si les enfurecemos nos descerrajarán un tiro y tirarán
nuestros cuerpos por la borda
—Esperemos que lo tenga, al menos el del rescate que puedan conseguir.
Sergio sabía que era verdad, y lo único que se le ocurría era que no quería morir. No
iba a convertirse en un héroe sino en un superviviente, iba a obedecer a sus captores y a
velar por su vida para volver a su casa. Y a Marta, el amor de su vida. Si algo le
sucedía y no volvían a verse, ella nunca se perdonaría el no haber ido a despedirle al
puerto ni el haber permitido que se marchara enfadado. Enfado que en aquel momento
se le antojaba tan pueril… Pensó en la cara preciosa de su novia, en sus limpios ojos
azules que la última vez que lo miraron fue con enojo y se juró a sí mismo que si salía
vivo de aquella aventura nunca iba a volver a marcharse sin arreglar una diferencia por
muy pequeña que fuera, y sobre todo sin darle un abrazo. También pensó que tenía que
cambiar algo en su vida para que ella no tuviera que pasar sola todos los momentos
importantes de la suya. Pensó en el compañero que probablemente fuera padre y no
había podido estar junto a su mujer en un momento tan especial, y se dijo que por
mucho que amara su profesión por nada del mundo quería perderse el estar junto a
Marta el día que diera a luz un hijo de ambos.
En aquel momento, a oscuras, atado, dolorido y terriblemente asustado en lo único
en que podía pensar era en Marta. Ella era lo más importante de su vida, lo que bajo
ningún concepto quería perder y si la vida le daba una segunda oportunidad se lo iba a
demostrar con hechos, y no con palabras.
La puerta se abrió y un nuevo grupo de marineros entraron, tan aturdidos y asustados
como los demás, sorprendidos en pleno sueño como le había ocurrido a él.
Se hicieron hueco entre los ya existentes en la bodega, obligándoles a apretujarse aún más y formularon las mismas preguntas que minutos antes había hecho Sergio y
recibieron las mismas respuestas basadas en suposiciones. Había ya muchos hombres
en la bodega, pero no estaban todos. No quiso ni imaginar lo que podía haberles
sucedido.
Solo esperaba que los mantuvieran en algún camarote, porque en la habitación ya no
cabía un alfiler, de hecho, mover una pierna resultaba prácticamente imposible y no
solo por las ataduras, sino también por la falta de espacio.
—¿Alguien sabe qué quieren? —preguntó una voz que Sergio reconoció como la de
uno de los oficiales.
—No. No han hablado con nosotros.
—Y aunque hablaran no les entendemos.
—¿Dinero? ¿Algún favor político?
—Ni idea. Solo sabemos que de alguna forma se han hecho con el barco y nos han
encerrado aquí.
En aquel momento se volvió a abrir la puerta de la bodega y el capitán y los pocos
tripulantes que faltaban entraron a trompicones. Sergio suspiró aliviado al comprobar
que nadie había resultado muerto ni malherido.
Trataron de abrirles hueco en el ya inexistente espacio, lo que complicó aún más la
situación y el hacinamiento. Después, oscuridad y silencio.
Con el último grupo de marineros les habían entregado un cubo en el que hacer sus
necesidades, lo que les indicó que su cautiverio no iba a resolverse en unas pocas
horas.
En los días silenciosos y en tinieblas que pasó en la bodega, a oscuras, donde el
tiempo se distorsionaba y se alargaba indefinidamente, sin que un rayo de luz le dijese
si era de día o de noche, Sergio solo podía hacer una cosa: pensar. Y el noventa y nueve
por ciento de sus pensamientos eran para Marta, porque ella había estado siempre en su
vida y en la de su familia, había formado parte de ella mucho antes de que se
enamorase, de que dejara de verla como a una compañera de juegos para fijarse en sus
pechos incipientes y en su trasero respingón. Antes de que empezara a desearla y a
masturbarse por las noches con su imagen en la cabeza. Nunca se había enamorado de
nadie más, ni había existido más mujer para él que Marta. Su preciosa rubia que había
curado sus rasguños de la infancia con un beso para que dolieran menos. La que durante todo un año interminable había permanecido lejos para intentar enamorarse de alguien y
evitar así elegir entre sus tres amigos del alma, pero que al regresar le había escogido a
él, haciéndole el hombre más feliz de la tierra.
Y él le había fallado en su último viaje a Sevilla, comportándose como un macho
celoso, cosa que no era.
Pensó en ella una vez más, era la única forma de no volverse loco.
Inconscientemente se tocó una vez más la concha rota que colgaba de su cuello y
recordó emocionado la primera vez que hicieron el amor. Había sido en la primavera
siguiente al verano en que empezaron su relación. En abril, mientras los sevillanos
disfrutaban de su famosa Semana Santa, ellos habían aprovechado las vacaciones en la
facultad para hacer una pequeña escapada en el barco.
Ambos sabían lo que se escondía detrás de ese viaje, y cuando se lo propuso a
Marta, ella le dedicó la sonrisa más radiante que le había ofrecido nunca y dijo
simplemente: «Sí».
Él sabía que con ese sí no se refería solo al viaje, sino que también estaba
admitiendo que ya era hora de dar el paso definitivo en su relación.
Lo había preparado todo con esmero, quería que fuera especial y perfecto. Le
encargó a su abuelo las mejores gambas que se pudieran comprar en Ayamonte, él se
ocupó personalmente del cava, de los dulces preferidos de Marta para el postre. Y de
buscar por la playa la concha más bonita que pudiera encontrar, digna de la ocasión.
Habían llegado al barco a media tarde, el sol lucía todavía con fuerza en el cálido
día primaveral. Él se sentía muy nervioso, inseguro. Quería que todo fuera perfecto, y
había cuidado todos los detalles. Lo único que podía fallar era él con su inexperiencia.
Había estado dudando si preguntarle a alguien, pero no tenía amigos íntimos más
allá de sus hermanos, los cuales estaban descartados por sus sentimientos hacia Marta.
De modo que decidió arriesgarse y dejar que todo fluyera con naturalidad.
En cuanto subieron al barco, puso rumbo a altamar, hacia una zona alejada, donde
pretendía echar el ancla. Y luego preparar la mesa para la cena, una cena romántica que
daría paso a su primera noche de amor. Pero en cuanto perdieron de vista la línea de la
costa, Marta se abrazó a su espalda mientras él manejaba el timón y comenzó a darle
pequeños besos en la columna.
—Vas a hacerme perder el rumbo.
—Ah, pero… ¿Vamos a algún sitio concreto?
Él sonrió.
—No.
—Entonces, ya hemos llegado.
—Si quieres…
—Por supuesto que quiero… ¿tú no?
—Yo pretendía hacer un poco de tiempo hasta que se hiciera de noche. Es temprano
para cenar.
—Yo no quiero cenar aún… y tampoco esperar a que se haga de noche.
—¿Y qué quieres?
—Lo sabes de sobra… Lo mismo que tú… —añadió juguetona introduciendo la
mano por debajo del jersey de él. En aquel momento estuvo de acuerdo en que habían
llegado a su destino. Apagó el motor y soltó el ancla, que se deslizó hacia abajo dando
estabilidad a la embarcación. Después se volvió hacia ella y la rodeó con los brazos.
La boca de Marta sabía a sal, y la saboreó despacio, tratando de acallar los
acelerados latidos de su corazón. En ese instante, todas las dudas y los nervios se
evaporaron, iba a dejarse llevar. Esa noche no habría que contenerse, ni marcharse a
casa satisfechos solo a medias. Y la inexperiencia se supliría con amor, con pasión y
deseo, y la experiencia ya llegaría… la alcanzarían juntos, como todo lo demás.
Cogidos de la mano bajaron hasta el camarote y allí se desnudaron mutuamente entre
besos y caricias. Después se tendieron en la estrecha cama. Él había planeado alargar
las caricias, juguetear durante un rato, pero se sintió incapaz. En el momento en que
Marta, tendida en la cama y desnuda alargó los brazos hacia él invitándole a tenderse
con una sonrisa, supo que había llegado al límite de su resistencia.
—Ven aquí, marinero… llegó el momento.
Se tendió encima, y ella abrió las piernas para recibirle.
Avanzó despacio, centímetro a centímetro sin dejar de contemplar el rostro de ella,
las sensaciones que le producía. Estuvo a punto de detenerse cuando la vio apretar
levemente los labios en un gesto de dolor, pero inmediatamente su expresión se relajó y
levantó las caderas para salirle al encuentro. Y ya no pudo más. Empujó con fuerza y
trató de aguantar, de darle tiempo a ella, pero no lo consiguió y termino demasiado
pronto, en apenas unas cuantas embestidas. No obstante, continuó moviéndose hasta que
también ella alcanzó el orgasmo poco después.
—Lo siento… —se disculpó—. Hace tanto que deseaba esto que no he podido aguantar mucho.
Ella le cogió la cara con las manos y la acercó para besarle.
—Es cuestión de práctica… y tenemos todo un fin de semana para practicar.
—Mejoraré… te lo prometo.
—Mejoraremos. Pero por mucha experiencia que cojamos, nunca, ninguna vez será
mejor que esta.
—Lo sé, preciosa, lo sé.
Permanecieron abrazados durante un rato en la estrecha cama, contemplando cómo la
tarde se volvía noche en el pequeño ojo de buey, incapaces de soltarse, de levantarse ni
siquiera para comer. Charlando y besándose hasta que los estómagos empezaron a
protestar con un ruido muy poco romántico.
Sergio se levantó y fue a buscar la cena que tomaron en la cama, desnudos y felices.
Había sido un fin de semana maravilloso, apenas se habían movido del lugar donde
echaron el ancla, y eso sí, habían practicado mucho. Antes de regresar, Sergio le había
ofrecido la concha que tenía guardada, más grande y brillante que las otras y Marta la
había roto en dos mitades desiguales. Después le tendió una de ellas.
—Esta es para ti. Quiero que la lleves y cuando estemos separados, te acuerdes de
este momento.
Ella la había añadido a su pulsera y él la había hecho engarzar en una cadena de
plata que llevaba al cuello. Y durante aquel cautiverio tocarla estaba siendo su único
consuelo.
Las horas se sucedían monótonas, la puerta se abría solo dos veces al día para que
les entregaran unas exiguas raciones de comida y agua, momento en el que soltaban las
ligaduras de los pies uno a uno para que hicieran sus necesidades en el cubo. Algo
denigrante que los demás trataban de aliviar mirando respetuosamente a otro punto de
la bodega. Después volvían a amarrarles.
Tampoco era fácil comer con las manos atadas, por suerte las ligaduras a la altura de
la muñeca les permitían mover los brazos hasta la boca, sujetando con trabajo el trozo
de pan y la carne o pescado que lo acompañase. Nunca algo caliente ni guisado, y
siempre escaso.
El hambre y la sed empezaron a ser compañeros constantes, aunque el dolor de cabeza fue disminuyendo paulatinamente. Los brazos y piernas le hormigueaban por la
inmovilidad y el frío, y la humedad de la bodega se filtraba por la ropa y le calaba los
huesos de tal forma que ni la proximidad de los otros hombres conseguía hacerle entrar
en calor. Pero lo peor era sin duda la oscuridad y la falta de noticias, no saber si habían
informado a sus familiares de la situación en que se encontraban o les creían a salvo y
simplemente sin cobertura. Y la suciedad. Nunca en su vida había pasado tanto tiempo
sin bañarse, sin lavarse siquiera.
No quería pensar en la angustia que estarían sufriendo los suyos si sabían su
situación. Él siempre se había cuidado mucho de no hacer sufrir a su familia, no era
como Hugo que siempre estaba inventando diabluras y metiéndose en líos. Había sido
un niño y después un adolescente tranquilo y poco rebelde, y solo su pasión por el mar
pudo haber generado alguna inquietud en los suyos. Pero eso era algo a lo que Susana
estaba habituada como hija de pescador.
No sabía cuántos días llevaban allí cuando uno de los hombres se empezó a sentir
mal y a temblar presa de la fiebre. Todos estaban preocupados, si se trataba de algo
contagioso el hacinamiento no haría más que propagar la enfermedad entre ellos.
Cuando uno de sus carceleros entró como cada día a llevarle la comida, Sergio se
aventuró preguntarle:
—¿Hablas nuestro idioma?
El hombre no respondió. Lo intentó en inglés, y tampoco obtuvo respuesta. Pero
cuando pasó al alemán, una lengua de la que tenía algunas nociones, respondió
afirmativamente.
—Tenemos un problema —continuó en su precario alemán—. Hay un hombre
enfermo entre nosotros.
El secuestrador se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir dudó unos segundos y
se volvió.
—¿Qué le pasa?
—Tiene fiebre… debe de ser por el frío y la humedad que hay aquí. ¿Hay algún
médico entre vosotros?
—No y si tenéis un enfermo mejor no digáis nada… Es preferible que mis
compañeros no se enteren.
—¿Por qué?
—Esto es un barco… si hay una enfermad que se pueda propagar, se limitarán a
hacer desaparecer la causa y, de momento, la causa es ese enfermo.
—¿Quiere decir que le matarán?
El hombre no respondió.
—Les traeré algo para la fiebre, pero si no soy yo quien entra, no digan nada.
—Gracias… —dijo Sergio con desánimo.
Cuando la puerta de la bodega se cerró tras él secuestrador, Sergio tradujo a los
hombres la conversación que habían mantenido. El abatimiento corrió como la pólvora
por los ánimos devastados por el encierro.
Un par de horas más tarde, la puerta volvió a abrirse. Por un momento todos
contuvieron el aliento, temerosos de que el hombre hubiera hablado y vinieran por el
enfermo, pero se trataba del mismo que había hablado con Sergio. Se acercó y le tendió
una caja de pastillas y una manta.
—Esto es para el enfermo, es lo único que he podido conseguir sin llamar la
atención. La manta es de mi propia cama.
—Gracias.
—No las des.
—Eres un buen hombre… ¿Qué haces metido en esto?
El secuestrador miró a los marineros y guardó silencio.
—Ninguno de ellos entiende alemán.
—La vida no es fácil a veces, y te obliga a hacer cosas que no te gustan —comentó.
—No hay nada que te pueda obligar a hacer cosas que van en contra de tus
convicciones.
—¿Tienes padres enfermos y ancianos? ¿Hijos hambrientos a los que no les puedes
dar de comer?
Sergio sacudió la cabeza.
—No.
—Entonces, no me juzgues.
—No, no te estoy juzgando… solo que me cuesta pensar que yo podría hacer algo
como esto por muy adversas que fueran mis circunstancias.
—Yo pensaba lo mismo, pero aquí estoy.
—¿Entonces esto lo haces por dinero?
— Por dinero no, por necesidad. Y ahora debo marcharme o todos estaremos en
peligro.
—Gracias de nuevo.
El secuestrador salió y Sergio se quedó cavilando sobre lo que le había dicho.
¿Sería él, un hombre de convicciones firmes y fuertes principios, capaz de hacer algo
como aquel secuestro si los suyos necesitaran ayuda desesperadamente y no hubiera
otro modo de conseguirla? Y se dijo que sí.
El estado del enfermo se estabilizó. Tras un par de días de fiebre empezó a mejorar,
pero otros compañeros comenzaron a sufrir los mismos síntomas porque el frío y la
humedad de la bodega no podía dejar de pasarles factura: fiebre, estornudos y tos, en
mayor o menor grado se hicieron habituales. Sergio se salvó con síntomas leves,
normalmente gozaba de buena salud, unas décimas y malestar fue todo lo que debió
soportar durante unos días.
El secuestrador fue facilitándoles algunas medicinas para los casos más serios, y
poco a poco Sergio empezó a desarrollar un vínculo con el hombre que les estaba
ayudando a sobrellevar mejor el cautiverio.
Supo de su familia en un poblado asolado por la guerra, de hambre, enfermedad y de
miserias. De la huida en busca de una vida mejor para poder sacar a su familia del
lugar donde malvivía y del fracaso en encontrar un trabajo digno que le pudiera
proporcionar el dinero necesario para hacer que los suyos se reunieran con él. De la
impotencia al ver que los años pasaban y no lo conseguía y al final el encuentro con el
grupo de piratas que se dedicaba al asalto de barcos mercantes y su incorporación a
ellos como única salida.
Cada vez que entraba a llevarles comida, Sergio y el secuestrador intercambiaban
unas cuantas frases. A través de ellas se pudo hacer una idea del infierno particular de
aquel hombre.
Conoció de primera mano una forma de vida diferente a la suya, a la existencia
acomodada y feliz que siempre había tenido. Por supuesto sabía que existía esa otra
forma de vida, de la delgada línea que separa la vida y la muerte para algunas familias,
pero nunca había hablado con nadie que la hubiese vivido.
Por él supo también que lo que pedían era simplemente dinero, mucho dinero que la
naviera se mostraba reacia a pagar y eso estaba alargando el periodo de encierro. Que se estaban llevando a cabo negociaciones. Ante su pregunta de si les matarían en caso
de no conseguir el dinero, el hombre susurró que esperaba no tener que cargar eso
sobre su conciencia.
No supo cuánto tiempo duró el encierro, si días o semanas. Mucho, de todas formas.
Demasiado. Pero un día, sin previo aviso, la bodega se abrió y no fue el hombre que les
llevaba habitualmente la comida quien entró, sino varios hombres armados que entraron
precipitadamente. Por un momento Sergio temió que hubieran descubierto que les
estaba ayudando y temió por sus vidas, la del secuestrador y la de todos ellos. Les
enfocaron con linternas que les hirieron los ojos y alguien preguntó en español:
—¿Estáis bien? ¿Hay algún herido?
—No, solo hambrientos y sedientos —respondió alguien.
—¿Estamos libres? —preguntó Sergio sin saber si se trataba de la realidad o estaba
volviendo a soñar que los liberaban.
—Estáis libres…
El corazón se le expandió por el alivio. Sacaron el cubo donde hacían sus
necesidades y que llenaba la bodega de un repugnante olor que les provocaba nauseas
constantes y después se acercaron a ellos.
Dos hombres le ayudaron a levantarse agarrándole por los brazos, pero las piernas
apenas le respondían y estuvo a punto de caer.
—Despacio…
Casi en volandas le sacaron de la oscura bodega y le subieron a cubierta. La luz
intensa le hirió salvajemente los ojos y alguien le ofreció unas gafas de sol que alivió
su malestar y se dejó conducir hasta su propio camarote.
—Agua, por favor… —pidió con la boca reseca antes de echarse en la cama.
Después de tantos días sentado, la posibilidad de tenderse se le antojaba maravillosa.
Le acercaron un vaso que bebió despacio y a pequeños sorbos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
—Habéis sido apresados por piratas somalíes.
—Sí, eso lo sabía. Uno de los secuestradores hablaba algo de alemán. Nos dijo que
pedían dinero, mucho dinero. ¿Han pagado rescate por nosotros? ¿Nos han liberado
voluntariamente?
—Digamos que se ha llegado a un acuerdo… y ha habido una intervención militar…
No preguntes más.
—Los secuestradores… ¿Les han detenido?
—Sí.
—¿A todos?
—Sí, a todos.
Sergio sintió una punzada de pesar. Ya la familia de aquel hombre no tendría
salvación. No sabía ni su nombre ni de donde procedía, solo que sus vidas se habían
cruzado por un breve espacio de tiempo, pero a él le había impactado conocer su
historia y sus motivos.
—¿Síndrome de Estocolmo?
—No… bueno sí. Uno de ellos nos echó una mano cuando algunos hombres
estuvieron enfermos.
—¿Hay enfermos entre vosotros?
—Un poco de catarro, ya estamos bien. Este secuestrador nos trajo medicinas y una
manta a escondidas de sus compañeros. Se jugó la vida por nosotros.
—Os llevaremos al hospital para asegurarnos que estáis bien y como dices solo ha
sido un poco de catarro. No podemos arriesgarnos a que llevéis algún tipo de
enfermedad hasta España. Y no pienses más en ese hombre, es un delincuente que ha
robado y probablemente matado. Habéis tenido suerte, es un grupo muy letal el que os
ha retenido. Da gracias a que estáis libres y con vida.
Sergio no quiso preguntar más. Solo quería una ducha, lavarse el pelo, afeitarse la
barba crecida que le picaba en la cara… y volver a casa.
—¿Cuánto tiempo hemos estado retenidos? Ahí abajo era difícil diferenciar los días
de las noches, todas las horas eran iguales.
—Casi un mes.
—¿Nuestras familias lo saben?
—A los pocos días del apresamiento se les comunicó.
Pensó en la angustia que habrían padecido.
—¿Y esto? ¿Saben que nos habéis liberado?
El soldado sonrió.
—No seas impaciente, hombre, acabamos de hacerlo, pero se les informará lo antes posible. Primero tenemos que averiguar el estado físico en que os encontráis.
—Estamos bien… hambrientos y sedientos, pero bien. No nos han maltratado más
que algún que otro golpe el día que nos apresaron.
—Tú tienes sangre seca en la cara.
—Un culatazo, pero nada serio. Dejó de sangrar en seguida, pero no podíamos
desperdiciar la poca cantidad de agua que nos daban en lavarnos.
—De todas formas, pasaréis por el hospital a que os hagan un reconocimiento
básico. Y luego a casa. Pero en primer lugar una ducha, ¿no?
—Sí, por favor… Mato por una ducha. Aunque no sé si las piernas me aguantarán.
—Seguro que sí, yo te ayudo.
—Gracias.
Se dejó llevar nuevamente hasta las duchas comunes donde varios compañeros ya
disfrutaban del agua corriendo sobre sus cuerpos. Se dejó caer contra la pared
sintiendo evaporarse en parte el entumecimiento y también la suciedad acumulada en su
cuerpo durante tantos días y pensó en su casa. Ese lugar maravilloso al que ansiaba
volver. Su casa… y Marta. Volvería a abrazarla, a perderse en sus ojos azules y le
diría… nada, no le diría nada… la besaría con toda su alma para que entendiera. Y le
daba igual si seguía enfadada, o si su enfado la había llevado a empezar algo con
Arturo Casal… Él iba a luchar por ella con uñas y dientes. Por ella y por esa vida en
común que solo unos meses antes se le había antojado muy lejana, pero que ahora
deseaba intensamente.
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Más que amigos
Teen Fictionla segunda parte del Libro ¿Solo amigos? de Ana Álvarez. Han pasado dieciséis años desde el epílogo de ¿Solo amigos? Los pequeños han crecido, Fran logró la pequeña que ansiaba y tal y como se preveía los 3 chicos Figueroa terminan enamorándose de l...