Capítulo 17

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El encargo

El mes de permiso se les hizo extremadamente corto. Inma asumió en esta ocasión la
mayor parte de la carga de trabajo y a mediodía Marta se reunía con Sergio y pasaban
juntos la tarde y la noche. A veces él bajaba a Sevilla, la recogía y almorzaban juntos
en algún bar de tapas a los que ambos eran muy aficionados, y daban largos paseos por
la orilla del río. Marta se burlaba de él diciendo que ni en tierra firme podía
mantenerse apartado del agua; otras, se reunían en Espartinas y disfrutaban del sol y el
aire libre de ese octubre casi primaveral que estaba alargando el verano más de lo
habitual.
Marta quería estar cerca de Miriam por si su amiga necesitaba hablar, pero tras los
primeros momentos de pánico esta parecía haber aceptado su embarazo y su boda y se
veía feliz, completamente inmersa en los preparativos. El enlace iba a celebrarse en
navidades, Sergio solicitaría un permiso especial para acudir a él y ya Javier tenía los
billetes de avión comprados, como todos los años.
Ambos se sentían muy felices, el apresamiento de Sergio les había unido más aún y
los había hecho conscientes de que la vida les podía dar un revés en cualquier momento
y era necesario disfrutar cada minuto de ella.
Aquel día, Sergio había quedado con Marta para almorzar, la recogería a mediodía,
pero antes, y después de darle muchas vueltas a la idea, se pasó por el despacho de sus
padres.
—Hola, cariño. ¡Qué sorpresa! ¿Cómo tú por aquí a estas horas? —preguntó Susana,
extrañada por la visita.
—Me gustaría hablar contigo y con papá.
Ella contuvo la respiración por un momento.
—¿Otro embarazo? —preguntó con cautela.
Sergio se echó a reír.
—No, no, que va… vengo a veros como abogados.
—Ah… espera, en ese caso aviso a tu padre. Ponte cómodo.
Susana salió del despacho y pocos minutos más tarde entró de nuevo seguida de
Fran. Ambos se acomodaron intrigados en sendos sillones y Fran clavó la vista en su
hijo.
—Tú dirás. ¿Tienes algún problema de índole legal?
—No, yo no. Pero me gustaría pediros un favor y probablemente no os va a resultar
fácil. Ya se lo he pedido a Marta y se ha negado.
—Explícate y deja que decidamos nosotros. ¿Qué ocurre, Sergio?
—Se trata de uno de los secuestradores. Me gustaría que hicierais algo por él.
Susana respiró hondo.
—Tienes razón, no nos va a resultar nada fácil.
Fran intervino.
—Deja que se explique. ¿Por qué quieres hacer algo por uno de los hombres que te
tuvieron atado, encerrado y que casi acaban con tu vida y la de tus compañeros?
—Porque también nos ayudó… Cuando empezamos a enfermar nos trajo medicinas,
nos dio una manta de su propia cama y nos ayudó a ocultar a los demás secuestradores
que estábamos malos. Desde que lo averiguó siempre era él quien nos traía la comida.
Dijo que si se percataban de que teníamos enfermos a bordo harían lo que fuera para
evitar que se propagara la enfermedad. No hace falta que te explique lo que eso
significa.
Susana sintió un escalofrío de miedo recorrerle la espina dorsal; durante el
apresamiento había contenido su mente para no pensar en las muchas posibilidades que
había de que Sergio no regresara vivo, pero ahora, escuchando de sus propios labios lo
cerca que había estado de no volverle a ver, su terror se disparaba.
—¿Qué quieres que hagamos exactamente? —preguntó Fran.
—Que le defendáis, e intentéis hacerle la condena lo más corta posible.
Susana negó con la cabeza.
—Eso no va a ser posible, Sergio.
—Sé que no es fácil para vosotros, pero os lo pido como un enorme favor. Este
hombre y yo hablábamos cada vez que venía, una conversación muy básica chapurreada
en alemán, pero lo suficiente para verle como a una persona, para saber que tenía familia, que estaba desesperado por sacarla de la miseria y que antes había intentado
otras opciones. Es un buen hombre, papá, no peor que yo mismo, porque durante las
largas horas que tuve para pensar llegué a la conclusión de que si vosotros, mis
hermanos o Marta estuvierais en la situación de la familia de aquel hombre, yo habría
hecho lo mismo para salvaros. Este hombre se jugó el cuello con sus compañeros y
evitó que algunos de los míos, los más enfermos, acabaran sepultados en el mar.
—No lo has entendido, Sergio, no te estoy diciendo que no queramos… —intervino
Susana—, pero las cosas no son tan fáciles como crees. Esos hombres, todos, fueron
detenidos «con las manos en la masa», como podría decirse. La naviera, y también el
gobierno presentan sendas acusaciones globales para todos los miembros de la banda, y
se ha designado un abogado defensor para que los represente, en conjunto. Sin lugar a
dudas van a ser condenados y no le haríamos ningún favor presentándonos como
defensores de uno solo de ellos. Saldrán en unos pocos años, y entonces serían sus
propios compañeros los que irían a por él, o incluso antes, dentro de la misma cárcel.
—¿Cómo sabéis todo eso? Lo del juicio y demás.
—No pensarías que no íbamos a informarnos sobre el proceso de los hombres que
secuestraron a nuestro hijo, ¿verdad?
Sergio tragó saliva, emocionado.
—Sois cojonudos.
—No, cariño, somos tus padres.
—¿Entonces no podemos hacer nada?
—Por él, no. Por su familia quizás. ¿Sabes su nombre?
—No, pero lo reconocería en cuanto le viera.
Susana abrió el buscador de Google y tras unos minutos de búsqueda localizó las
fotos de los acusados.
—Aquí están. Dime cuál de ellos es.
Sergio se acercó y señaló una de las fotos de la pantalla.
—Este.
—Bien, veremos qué podemos hacer. No te prometo nada, solo que haremos todo lo
que esté en nuestra mano.
—Gracias, mamá. Yo tengo que embarcar de nuevo en una semana… no voy a poder
ayudaros con esto.
—No hace falta, nosotros nos ocuparemos.
Sergio abrazó a su madre, agradecido.
—Soy muy afortunado por teneros de padres, ¿lo sabéis? Eso de saber que siempre
estáis ahí, pase lo que pase, ayudando, comprendiendo… Siempre lo he sabido, pero
ahora lo aprecio mucho más.
—Las gracias me las tienes que dar a mí —dijo Fran, carraspeando ligeramente para
quitar emoción a sus palabras—. Yo tengo una madre poco cariñosa y nada
comprensiva, y puse mucho cuidado al escoger la que le daría a mis hijos.
—Y lo hiciste de puta madre, papá —dijo abrazándole también.
—Venga, se te hace tarde y Marta ya debe estar esperándote.
—Sí. Gracias de nuevo.
Se marchó dejando a un Fran emocionado, que miró a su mujer a los ojos con los
suyos excesivamente brillantes.
—Que bien lo has hecho, puñetera…
—¿El qué?
—Educarles… y hacer de ellos unas personas maravillosas.
—Ha sido cosa de los dos, no me atribuyas todo el mérito. Pero ahora vamos a ser
abuelos, y ya la educación es cosa de los padres —dijo guiñándole un ojo—, vamos a
poder permitirnos malcriar un poco.
Fran se acercó a ella y, cogiéndole la cara entre las manos, la contempló con la
misma admiración de siempre.
—Vas a ser la abuela más bonita del mundo.
—Zalamero… —dijo echándole los brazos al cuello y besándole.

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