Capítulo 14

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Recuerdo a la perfección cuando mi madre me enseñó a enhebrar una aguja. Fueron los últimos días en las casas amontadas a las afueras de Madrid, ya derruidas por las bombas. Leonor había sido salvada de la muerte, pero aún estábamos impactados porque hubiera perdido su brazo siendo tan pequeña. Sentía fuertes dolores y mi madre la animó diciéndole que le íbamos a arreglar su ropita para que no se viera la herida que le había quedado.

Así me inicié en la costura y no dejé de coser desde aquel instante, aunque la fama en Chamberí me la gané gracias a los Novoa. Doña Rosalía había encargado diez trajes chaqueta para embarazadas a su hermana, que residía en Santander y allí se encontraba una pequeña casa de modas de su confianza. Lo que ninguna de las dos se esperaba es que se sospechase de un motín republicano en el norte y se cercase la zona.

Lo escuché en una conversación telefónica que mantenían. Doña Rosalía se lamentó observando las prendas que aparecían en el catálogo y que esperaba que su hermana le trajese. Lo cierto es que yo tampoco perdí detalle de lo bonitas que eran y decidí que podría ser una buena idea confeccionarle uno de aquellos trajes chaqueta en forma de agradecimiento por haber costeado la visita del doctor a mi abuelo.

Doña Rosalía era la señora más agradable del bloque, así que averigüé con facilidad sus medidas y, después, en cuanto a conseguir la tela, pedí a los señores Crespo que me vendieran alguna a buen precio con la excusa de querer confeccionarme algo que lucir el día del Desfile de la Victoria, que tendría lugar en unos días. Fueron muy amables conmigo y, a buen precio, pude conseguir una tela preciosa, de flores rojas sobre un fondo de oscuro azul.

Pasé tres noches cosiéndolo en la parte superior de 'El Asturiano' para no molestar a mi familia, que dormía en el sótano. A menudo mi abuelo se desvelaba con la tos y subía a calentar sus infusiones de manzanilla y miel para de paso estar las horas de la noche restantes observando cómo iba avanzando en la confección de la prenda. Era mi mayor admirador y siempre me decía que tenía un gran talento para la costura, pero yo no le prestaba mucha atención y solo luchaba porque no se me cerrasen los ojos del cansancio.

La mañana en la que entré a servir con el traje chaqueta como regalo, a doña Rosalía no le pudo hacer más ilusión. Le ayudé a probárselo frente al espejo de su dormitorio y le sentaba de fábula pues, a pesar de estar embarazada, no había perdido el buen porte y la elegancia que la caracterizaba. Me pidió que le confeccionara los otros nueve que quería de la casa de modas de Santander, pero yo no podía aceptar ese encargo. No porque no quisiese o porque no me hiciera falta el dinero sino porque no podía costear la tela con el jornal de criada. Antes de que pudiera decírselo, ella ya había movido sus hilos para que, aprovechando los tratos que estaba estableciendo su marido, don Félix, con el señor Crespo, poder conseguir fácilmente una tela a un precio aún mejor.

Cada vez que conseguía un hueco entre pespunte y pespunte y piso y piso que limpiar, me escapaba a refugiarme a la buhardilla entre los brazos de Amelia. Allí escondíamos nuestro pequeño y más cálido secreto, que no era otro que nuestro amor. Me mostró cada uno de sus más ocultos talentos, entre los que destaqué su pasión y también su voz. La forma en la que cantaba los "Suspiros de España" me hacía sentir en un gran teatro y solo quería lanzarle rosas y rosas para felicitarla por su arte. Así que aquel mes de mayo fue de coser, pero también de cantar.

A petición mía, Amelia había estado recabando información sobre los tales Ana y Carlos de los que me habló Mateo y su casa de socorro. Al parecer, Ana había sido durante gran parte de su vida una señorita, que se convirtió a enfermera y luchó por salvar a los heridos como dama de la Reina Maria Eugenia en la Guerra del Rif. Y fue precisamente allí donde conoció a Carlos, un republicano del que se enamoró perdidamente y por el que dejó todo para concienciarse con la causa. Con la experiencia en la guerra de él y los conocimientos en medicina de ella, fue en la sierra de Madrid donde comenzaron a salvar vidas con el principal objetivo de devolver a los heridos a casa con sus familias. Su casa, tal y como me contó Mateo, se encontraba tras las Cascadas del Purgatorio, pero desconocía si mi padre había estado allí herido o si aún lo estaba. Caí en la cuenta de que quien me podría facilitar más información acerca de Ana y Carlos, pues podría incluso conocerlos, tenía nombre de naviera: Marina.

Hacía tiempo que no hablaba con ella, ni siquiera le había podido hablar sobre mi visita a Mateo, pero aproveché que sus padres estarían en la ópera esa tarde para hacerlo. Había observado en los días anteriores que su madre guardaba las llaves de su habitación en la cómoda del pasillo, así que esa tarde las saqué de allí y pude volver a ver a mi amiga. Lo que no me imaginé es que la encontraría llorando, abrazada a la almohada y con nauseas constantes. Nunca la había visto así antes.

La ayudé a reincorporarse sobre la cama y me abrazó muy fuerte.

- ¿Qué ocurre, Marina?

-La nota...

-Se la hice llegar a Mateo. Se la entregué en mano. Se emocionó mucho al verla, pero necesito que me digas...-no me dejó acabar la frase.

-En la nota le comunicaba que estoy esperando un hijo suyo.

El día en que todo acabeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora