Capítulo 16

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Acompañé otra vez a la partera a la estación de autobuses para que volviera poner rumbo al pueblo y estuvo dándome consejos sobre cómo debíamos tener atendida a mi madre para que se recuperase pronto, sabía que necesitábamos que volviera a trabajar. Sin embargo, la conversación que mantenían dos mujeres esperando el autobús despertó mi atención y dejé de escucharla a ella. Hablaban de una maestra republicana a la que habían rapado la cabeza y dado aceite de ricino para que se cagase encima, y habían visto como una serie de franquistas la paseaban por parte de Madrid antes de que comenzara el desfile de la Victoria.

Me levanté interrumpiendo la conversación que mantenía con la partera y, a su vez, las de las dos mujeres:

-Disculpad, pero no he podido evitar oír vuestra conversación. Esa maestra ¿cómo se llama?

-Solo la hemos visto. No sabemos quién es.

-¿Y dónde?

-Nosotras no somos de aquí.-continúo la otra mujer-Pero donde la hemos visto juraría que era el barrio de Chamberí.

Palidecí, me despedí de la partera y comencé a buscar a Amelia por todas las calles de Madrid. Acabé por la Castellana, llena de falangistas y personas de clase alta afines al Régimen que vestían impecables, cruzaban las calles admirando todas las fotografías de Franco y Primo de Rivera que las cubrían. Todos los escaparates estaban cubiertos con los lemas «Franco, Franco, Franco, Arriba España», «Gloria al Caudillo», «España, Una, Grande y Libre» o «Por la Patria, el Pan y la Justicia». Yo solo deseaba quemarlo todo.

En mi camino, encontré a doña Rosalía, acompañada de algunas señoras más, de las que solo conocía a doña Ana María, la marquesa viuda de Madrigales. Me detuvo para que todas ellas supieran que yo había confeccionada el traje chaqueta tan bonito que lucía y las animó a que me realizaran más encargos.

-Ya sabéis que yo solo confío en las modistas de Santander, pero esta muchacha, aquí donde la veis, tiene las mejores manos de Madrid ¡Y las más veloces! Me ha confeccionado en un breve periodo de tiempo diez prendas y a cuál más hermosa, tal y como las que quería encargarle a mi hermana.

Cuando comenzaron a hablar de las razones por las que esta no había podido viajar a Madrid y cómo se había cercado la zona, me distraje de la conversación. Yo solo quería saber dónde estaba Amelia y por qué no había cumplido con su parte del trato. Sabía lo importante que era para mí, que era el único resquicio que tenía para saber si mi padre estaba muerto y la única razón que podría explicar su ausencia era que fuese la maestra de la que hablaban.

-¿Y cómo podríamos hacerlo?-preguntó la marquesa de Madrigales.

-Disculpen ¿el qué?

Empezaron a reír.

-Ay, muchacha. Puedes tener muy buena mano con la costura, pero estás embobada. Preguntábamos que cómo podríamos hacerte los encargos, para que nos tomases las medidas.

Doña Rosalía no me dejó decir nada.

-Será en mi casa.

-Pero bueno, Rosalía ¿Cómo vas a convertir tu casa en un taller de costura?-preguntó doña Juana, la más altanera y clasista.

-Nada de eso. Luisita, que es como se llama mi criada, no tiene un lugar donde poder llevar a cabo de forma correcta su trabajo y yo no tengo ningún problema en que, si os queréis poner en sus manos, sea mi casa donde os tome las medidas, elijáis las telas, etc.

Sonreí, siempre he estado muy agradecida a doña Rosalía por lo buena que fue conmigo y por cómo me consiguió todas aquellas clientas de postín. Aun así, creo que en vida, nunca se lo hice saber pues, cuando lo pretendía, vi algo que llamó mi atención por completo. Era Amelia, se encontraba perfectamente y caminaba junto a un falangista al que no pude reconocer bien en un primer momento.

Zanjé como pude la conversación con doña Rosalía y sus amigas y me dirigí hasta ella, furiosa.

-Amelia ¿pero se puede saber dónde estabas? ¿Se te ha olvidado que me ibas a dejar tu bicicleta? ¡Que sabías que era la única forma que tenía de ir hasta las Cascadas del Purgatorio!

-Luisita...-dijo el falangista, y reconocí su voz. Después levantó la cabeza y era él, era mi padre. Amelia había cruzado sola la sierra para que no lo tuviera que hacer yo y no me volviera a poner en peligro como lo hice al ir hasta el penal de Alcalá de Henares. Lo vistió de falangista aprovechando que todo Madrid estaría cubierto de ellos y se camuflaría perfectamente.

Cuando mi madre despertó después de haber dado a luz a Marisol, lo primero que vio fue el rostro de mi padre y lo besó sin poder parar de hacerlo. Creía que estaba en un sueño y no quería que se acabase, mientras mi abuelo estaba dispuesto a aprovechar hasta el último minuto de su vida en abrazar a su hijo como no había podido hacerlo en tanto tiempo. María y Leonor no dejaban de hacerlo, pero lo que allí nadie sabía es que la responsable de su llegada había sido mi pareja. Solo la conocían como la maestra del barrio, pero a mí ya me había demostrado que era mucho más que eso: era la persona con la que quería pasar el resto de mis días.

El día en que todo acabeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora