Una pelota por cabeza

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Todos le dijeron que no se metiera. Que las cosas siempre han sido así y mejor era para todos dejarlas así. Por primera vez en meses forcé mi boca sin lengua para darle más énfasis a la advertencia pero el sujeto ni bolilla. Supongo que no puedo culparlo. Por lo que él sabía, éramos gente ignorante protegiendo al único entrenador que teníamos de los cargos de abusar de nuestro mejor jugador, por cualquier motivo absurdo e injustificable.

El jugador en cuestión tenía 15 años recién cumplidos y parecía todavía menor, por lo que era comprensible su estupefacción cuando lo vio abalanzarse, al final del partido, hacia el entrenador para hacer con él lo que el resto de los chicos sólo reservaban a sus chicas, justo antes de unirse a la celebración. De lejos era algo por lo cual se los habría denunciado de indecentes en cualquier otro lado, pero el tema de la edad, que fueran dos varones y el hecho de que nadie reaccionara … sí, me imagino que fue chocante.

Nuestro entrenador es el único de nosotros que logró llevar una camiseta oficial. Cuál, daba igual, pero la llevó. Era alto, curtido como sólo puede serlo un hombre que desde que aprendió a mantenerse de pie ha estado derrapando por la dura tierra y barba espesa negra. La calva brillante de su cabeza lo hacía fácil de distinguir incluso de espaldas, sentado y cubierto por los brazos de un changuito en pleno arranque efusivo.

El tipo enloqueció. Grito qué andaba haciendo semejante enfermo y de no ser porque entre tres lo detuvimos, a saber lo que habría hecho. Menos mal que ellos ni se enteraron. Intentamos convencerle de que no se preocupe, que era una simple muestra de aprecio, no era para tomárselo así, pero un segundo partido, en el que al entrenador le dio por animar a su jugador estrella con demasiado contacto físico (palmadas en la cabeza, masajes de hombros e incluso un beso en la frente) lo puso en pie de guerra contra todos porque no lo hacíamos contra ellos. Saber que el hombre era el tutor oficial del chico desde la muerte de los padres de éste sólo empeoró las cosas.

La mayoría no sabe esto, pero él fue, justo después de ese partido, a la casa de los infractores para confrontar al mayor, el responsable a sus ojos de semejante aberración, y amenazarle con denunciarlo a las fuerzas de la ley más cercanas. Incluso habló de llevarse al chico lejos de ese nocivo lugar. Los gritos se oían desde afuera. Y nadie, excepto quizá yo, sabe con certeza lo que pasó luego de que cayera el silencio. Lo imaginan, lo intuyen y eso es más que suficiente para no meter las narices.

Yo soy vecino de ellos y he conocido a los padres del chico y a este cuando era bebé. Lo vi evolucionar del niño hiperactivo que era a algo completamente diferente, algo que no sé entender por mucho que le dé vueltas en medio de la noche.

La pelota que me entregó unas semanas más tarde era pesada, dura, como si estuviera rellena de paja mojada. Entre las costuras se percibía un aroma a podrido. No sé cuánto durará antes de que se llene de gusanos y los jugadores se nieguen a seguir usándola. El entrenador me mira antes de que la lance al campo como si quisiera evaluar si me he dado cuenta y qué haré a continuación. Hay una expresión de agotado terror en su rostro que casi me da lástima contemplar.
El chico anda tranquilo hasta su posición. Sabe que no soy tan estúpido para cometer el mismo error dos veces, y el jodido pendejo tiene razón.

La pelota con mi lengua adentro se ha perdido hace tiempo, gracias al cielo. No tengo ninguna gana de que la próxima cabeza a patear sea la mía, como deberá ser el caso de este desgraciado que al final sólo quería ayudar. Un idiota que por mucho que le advertimos no se enteró de que así son las cosas. De que ellos, en especial el chico, están bien mientras estén juntos. El problema sería tratar de separarlos. Ese fue el error de los padres.

Lanzo el aire por el silbato, presionando fuerte con los dientes. Dejo que el juego continúe.

Bizarros y siniestrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora