Odio a los niños.
En esta era de expresión para todo mundo con internet esa no es ninguna idea revolucionaria. Antes, sin excepción, se creía que el problema estaba en ti por decir algo así. Las excusas no le faltaban al mundo: tus padres no te habían querido o no se querían entre sí, eras lesbiana o gay (no, no sé qué tiene que ver), no tenías corazón, te habían traumado de pequeño, estabas loco, todo cambiaría si fueran mis propios hijos, no podría entender el verdadero amor hasta que los tuviera… Cualquier tontería para remarcar el hecho de que ellos no entendían. Son madres, padres, gente que quisiera ser uno u otro, gente que sólo ha tratado con anormales ángeles o apenas los ha hecho en absoluto y se imagina que todos son esencialmente ángeles. Son “las criaturas inocentes de Dios”, ¿no?
Qué montón de mentiras.
Todo sea con tal de preservar a la especie. Ignoremos a la sobrepoblación, amén.
Ahora la mayoría de las personas saben mejor. Sabemos que somos adultos con intereses que sólo se podrían arruinar si incluyéramos niños (o sería ilegal), sabemos que nuestra vida es demasiado complicada de por sí para hacernos responsables por seres cuyo cerebro está en pleno desarrollo y por lo tanto es muy difícil que entiendan que no son el centro del universo. Sabemos que ellos gritan, golpean con exagerada fuerza, sabemos que nos pelean por las más estúpidas cosas, que no son interesantes y no son el volcán de la creatividad e imaginación que deberían ser los más jóvenes. A muchos les sorprendería lo poco originales y aburridos que pueden ser los niños.
Vengo de una familia grande. Por lo menos una vez a la semana íbamos a la casa de alguien a sentarnos a una enorme mesa en el comedor o el patio trasero a comer mientras todo mundo hablaba al mismo tiempo. No era extraño que volviera de la escuela y descubriera a los hijos de mis primos jugando a perseguirse por mi casa, mientras mis padres hablaban con el progenitor responsable una merienda. He estado en salas de hospital esperando saber si era niño o niña, escuchando sugerencias de nombres a las dos de la madrugada. He cambiado pañales y he jugado videojuegos que quise romper encima de sus pequeñas cabezas hiperactivas porque una de las peores cosas en el mundo es un niño que se ha pasado el juego y sólo quiere verte fracasar intentándolo. Les he dado pañuelos cuando se resfrían y les he servido bebidas. Los he encontrado usando mi cama de trampolín y jugando con mis juguetes, dejando marcas de crayón o marcadores encima de mis apuntes escolares.
Los he dejado porque “son chicos”, “no saben lo que hacen”, “sólo quieren jugar”, “no puedes esperar que se entretengan todo el tiempo con la televisión o la computadora”, “ellos no pretenden hacer mal”, “no había internet” o, mi menos favorito, “tú no eras mejor cuando tenías su edad.” Como si los crímenes de mi estado infantil debieran ser continuamente pagados por mi yo crecido, reservado, el que sólo quiere estudiar en paz pero no puede porque esas inocentes criaturas de Dios han llenado mi escritorio de sus propios dibujos, pañuelos, juguetes y envoltorios de caramelos, con el chicle todavía adentro porque no se supone que uno se lo trague. Es injusto. ¿Por qué no castigaron a ese niño que al parecer tan desobediente, rebelde y caprichoso en el momento en lugar de meterse con el pobre adolescente/adulto que no ha roto un plato desde que tenía diez años? ¡No es mi culpa que el sistema legal familiar sea tan lento!
Uno creería que cambiaría una vez tuviera mi propio techo. Mi castillo, mis reglas. Pero la familia con la que naces jamás hace lo que quieres. Están ahí para decepcionarte cuando tú no los estás decepcionando. Y mis padres murieron. Así que en realidad yo no podía negarme a que los chicos vinieran después de clases hasta que sus padres pudieran salir del trabajo, ¿no? Sólo por unas horas, darles algo de comer, mantenerlos con vida, entretenidos y completos hasta que vinieran a recogerlos. Era agotador, exasperante, frustrante, enojoso, sobretodo cuando debía trabajar o había quedado con invitar a unos amigos a la noche y el desorden eran mayúsculo.