La otra mitad

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La otra mitad

La primera vez que León se dio cuenta de que no era igual a su hermano gemelo fue cuando tenían diez años. La idea se cruzaba en su mente cuando sus decisiones sobre asuntos intrascendentales (un segundo plato de comer, el sabor de un helado), pero por lo general no duraba demasiado y era inevitable pensar en su hermano como una extensión de sí mismo. No se decía a sí mismo “Carlos está saliendo de aquí” o “ese es Carlos enfermo”, sino “ese soy yo saliendo” y “ese soy yo enfermo.” Encontraba cierto consuelo en ello, una reafirmación de su existencia.

Era una tarde perezosa, sin muchos niños alrededor. A falta de una mejor idea decidieron jugar  a las escondidas. A León no le tomó ni cinco minutos encontrar a su hermano entre unos arbustos, agachado en el suelo y dándole la espalda. Se adelantó discretamente con la idea de darle un empujón sorpresa, pero entonces vio aquello que había capturado la atención del otro.

Un gato muerto. No, moribundo. Estaba herido en el estómago, sangrando sobre el césped, y movía ligeramente las patas. Pequeño, feo y emitiendo minúsculos maullidos que le revolvieron las tripas todavía más que la mera visión de las del animal afuera.

-Tuvo que ser un perro –comentó Carlos.

Estaba claro que ya se había enterado de que estaba ahí. León no sabía qué decir. No sabía hacer otra cosa que ver.

-El perro estaba nervioso o el gato lo estuvo molestando –continuó su hermano, abstraído-. Sólo quería que lo dejara en paz. Por eso no lo mató.

-¿Cómo sabes? –preguntó León.

-No sé. Se me hace que fue así –Encogió los hombros y recogió una piedra del suelo, lo bastante grande para ocupar toda su palma-. Si no quieres ver tendrías que darte la media vuelta.

-¿Ver qué?

Carlos lo miró alzando la cabeza. Parecía confundido de que tuviera que preguntar.

-No se lo puede dejar sufriendo así. Si no quieres ver…

León se sintió incomprensiblemente molesto de que lo sugiriera, casi ofendido. Pero en realidad tampoco quería quedarse.

-Vos hacelo –dijo.

-¿Seguro?

-Sí, tranquilo.

Había tomado su decisión. León se cruzó de brazos, como si eso de alguna forma le ayudara a mantenerse firme.

-Como quieras –Mientras Carlos levantaba el brazo con la piedra y lo dejaba caer con fuerza, León estuvo seguro de que su hermano sonreía.

Esa expresión fue como una revelación, una cachetada y un balde de agua helada, todo en una. La veía manifestarse usando sus mismos rasgos, debajo del mismo cabello rojo sobre su cabeza y con los mismos ojos castaños en su cara, brillantes con una fascinación que no podía recordar haber sentido. No se pudo decir que ese era él levantando y bajando el brazo cinco veces, no más ni menos de las necesarias. Era un completo extraño que se parecía a su hermano, a sí mismo. Tuvo una horrible sensación de soledad y abandono reemplazando cualquier asco que podría sentir por la escena sucedida.

En cuanto el gato dejó de ser un gato y se convirtió en una cosa muerta, Carlos arrojó la piedra por encima de los arbustos, dejando que se hubiera entre las ramas y se quedara. León vio algunas gotas y pelos volar en el aire. Su hermano se miraba la mano coloreada en rojo. Tenía también algunas manchas en el rostro de los cuales todavía no se daba cuenta.

-Quédate quieto –dijo León y, dándose cuenta de que no podía usar su remera, le limpió las mejillas dejando una capa de saliva en sus nudillos, como a veces mamá hacía con ellos antes de dejarlos en el colegio. Carlos frunció el ceño pero le dejó que lo tomara del mentón con tal de hacerlo bien. Luego se frotó los dedos contra el césped  para quitarse la sangre. No podía hacer lo mismo por la mano-. Voy a traer unas servilletas de casa para el resto.

Bizarros y siniestrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora