Al cerrar la puerta me di cuenta de que los cabrones me habían devorado la mano. La carne y los músculos, las venas, arterias, ese tipo de cosas. Uno de ellos seguía aferrado al hueso del dedo descarnado. Qué insistentes. Me lo quité con la otra mano. La sangre salía a chorros como en una película slasher de los 80. En el sótano de la casa el brujo quiso saber por qué me había tardado tanto en traerle el queso para el omelet. ¿No veía yo que tenía hambre? Le arrojé el pequeño devorador a la cara y me senté a contemplar al monstruo hacerse cada vez más grande mientras los gritos alcanzaban un crescendo horrible hasta desaparecer. Al terminar se volvió hacia mí. Suspiré y le dejé masticar en paz mis piernas.
Nos lo merecíamos. Nadie nos había mandado a abrir las puertas del cielo.