Capítulo 7

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Al día siguiente, poco después de la puesta de sol, Carol y André abandonaron el château en la limusina.

Al llegar a la autopista ella volvió la vista hacia él. De perfil se le veía demacrado, con los rasgos afilados. Sabía que él necesitaba sangre.

Estuvieron veinte minutos en el coche en silencio, y luego él dijo:

—Siéntate más cerca de mí.

Carol lo hizo, pero bromeó:

—Nuestro trato ha expirado.

Él la miró a la cara, fijamente.

—¡Nuestro trato expirará cuando yo lo diga!

Carol no discutió. No era libre aún. Igual que a la ida, él colocó un brazo por detrás de ella, haciéndola inclinar la cabeza hacia delante. La besó larga y apasionadamente, acariciando con la mano su rostro y su cuello como un ciego que memoriza los rasgos hasta que, por fin, puso las heladas puntas de los dedos sobre su yugular.

Carol se rindió a sus besos, dejándose llevar. Fantaseaba con la idea de vivir con él, no dejaba de preguntarse cómo sería pasar el resto de su vida rodeada de pasión. La idea la excitaba de tal modo, que alzó la vista hacia él, respondiendo a su deseo.

André no era tan monstruoso, se decía, dejando en un segundo plano los recuerdos de su brutalidad para revivir los más placenteros. Ella podía cambiarlo, sabía que podía. Él estaba encaprichado con ella. Carol podía llegar a amarlo a pesar de sus problemas. Sería fácil, y no tenía nada que perder.

De pronto se le ocurrió la alocada idea de proponerle otro trato. Se quedaría un mes más con él, vería cómo iban las cosas. Insistiría en que él se reprimiera y no tomara su sangre. Y, además, ella tenía que decirle que posiblemente fuera portadora del virus del sida. Pero en esa ocasión él tendría que acceder a no volver a emplear jamás la violencia con ella. André accedería, estaba segura. Cruzaron el puente más moderno, el Pont de Cubzac, y luego giraron para tomar la carretera que discurría paralela al puerto.

Enseguida llegaron al mismo lugar al que, catorce noches antes, el taxi había conducido a Carol.

Él la besó en los labios una vez más, presionándola con cálida insistencia, haciéndola estremecerse y excitarse. Y cuando los labios de ambos se separaron, sus ojos permanecieron fijos el uno en el otro.

Carol abrió la boca, dispuesta a contarle lo que había planeado, cuando él se adelantó:

—No vuelvas aquí. ¡Jamás!

Carol sintió que sus extremidades se entumecían, que su cerebro se congelaba, que su corazón se rompía ante tanta frialdad. El coche se detuvo y él salió. No la miró. Sin decir una palabra, André cerró la puerta y se alejó, caminando rápidamente en dirección al muelle. La limusina arrancó de inmediato. Cruzaron el Pont de Pierre, que llevaba al centro de la ciudad, y el coche se detuvo ante la puerta del hotel.

Carol subió a su habitación como una zombie, hizo la maleta y se despidió.

—La cuenta está pagada, mademoiselle. Dejaron esto para usted.

Dentro del sobre había un billete de avión para Filadelfia. Tomó un taxi y le ordenó que la llevara al aeropuerto de Mérignac. Allí compró otro billete para Madrid y tiró el de Filadelfia.

Pasaron tres semanas, y Carol comenzó a sentirse mal. Al principio pensó que se trataba simplemente de una reacción alérgica ante las especias de la cocina española, luego sospechó que podía ser el resultado de un corazón roto para siempre, pero enseguida comenzó a vomitar a diario, y tuvo que buscar un médico. Se hizo una serie de pruebas.

El resultado la dejó estupefacta. Tras calmarse y recapacitar, lo primero que hizo fue comprar un billete de avión para Burdeos.

Niño De La NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora