Capítulo 11

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Durante la segunda noche, tras la vuelta de Carol al château, André fue a buscarla justo después de la puesta de sol, cuando aún quedaba algo de rosa en el cielo y se reflejaba sobre la superficie de un océano Atlántico en calma.
Carol estaba terminando la cena: otra vez hígado, espinacas y nabos.
-¡Date prisa!
André tenía un aspecto increíblemente pálido y delgado, parecía una figura de cera. Tenía las mejillas hundidas, los ojos cansados, y parecía preocupado. Carol sospechaba que necesitaba sangre.
Cinco minutos después, cuando Carol terminó de cenar, él repitió:
-¡Vamos!
Cuando terminó y se puso en pie, él la contempló de pies a cabeza con una ligera expresión de disgusto.
Ambos esperaron fuera al coche; Carol en las escaleras, André de un lado a otro por el camino de grava. Hacía mucho calor y ella estaba sudando.
La puerta de entrada se abrió; era Gerlinde, que salió fuera también. Llevaba un vestido recto y suelto de color lima limón, abierto por un lado, enseñando un hombro.
-Hola, niña -saludó con una sonrisa maliciosa.
-Hola.
Gerlinde también tenía ese aspecto demacrado, anoréxico y pálido. Observó a André caminar de un lado a otro, y comentó:
-Es genial antes de la primera copa.
-El chofer y la doncella... ¿cómo es que no saben que ustedes son... diferentes?
-Tenemos nuestras tácticas. Para decirlo de un modo agradable, digamos que se trata de hipnosis. Hacen su trabajo, pero no consiguen llegar a la conclusión de que solo nos ven por las noches.
-¿Y vas a hacer eso con el médico también? -siguió preguntando Carol. Y con la Policía, naturalmente, pensó.
-Claro -contestó Gerlinde algo tensa.
-Escucha, quiero darte las gracias por ser tan amable conmigo -dijo Carol, poniendo una mano sobre su brazo-. No sé qué habría hecho de no haber estado tú.
La pelirroja esbozó una expresión extraña. De pronto sus ojos parecieron echar chispas, y Carol se sintió hechizada. Aquellos ojos le recordaron a una pieza de fruta que se había dejado en el patio un verano. Dos días después la fruta comenzó a moverse. Había tardado un buen rato en darse cuenta de que estaba cubierta de larvas. Gerlinde apartó la mano de Carol suavemente.
-Eh, que yo tampoco soy nadie antes de la primera copa. Mantén las distancias, preciosa. Para mí, hueles a un delicioso cóctel.
Por fin llegó un coche deportivo verde con la capota levantada. Karl conducía. Él también estaba pálido y alicaído.
Gerlinde se subió al coche, se despidió con la mano y ambos se marcharon.
En cuestión de segundos llegó la limusina plateada. André le sujetó la puerta y subió después de ella. El coche arrancó inmediatamente.

Durante los cuarenta minutos que duró el trayecto hasta Burdeos, André no la miró ni una sola vez. Parecía nervioso, y Carol era lo suficientemente inteligente como para permanecer callada. Pero mientras recorrían el muelle por la orilla izquierda ella preguntó:
-¿Puedo salir y dar una vuelta por ahí hasta que vuelvas?
Él la observó brevemente, se dio la vuelta y contestó, de mal humor:
-¡No seas ridícula!
Nada más parar el coche, él salió a toda prisa en dirección al muelle. Carol oyó la puerta de delante abrirse y cerrarse. Trató de abrir las dos puertas traseras, pero estaban cerradas. Sin duda tenían un sofisticado sistema de apertura y cierre que ella no entendía.
Suspiró y encendió la luz interior. Esperaba encontrar algo que leer. No había nada. Suspiró otra vez. Al menos tenía aire acondicionado.
Durante un rato se distrajo cotilleando por los armarios y cajoncitos de la limusina. Había un mini bar completo, una nevera diminuta, vacía excepto por unos cubitos de hielo, un armario con platos, tazas y utensilios que parecían no haber sido usados nunca, dos sillones de repuesto, una radio, un casete y una colección de música moderna, una televisión y un vídeo con dos películas: una del nuevo James Bond y otra francesa titulada La grande bouffe.
Carol encendió la televisión, pero todos los programas eran en francés, así hizo un pequeño esfuerzo por concentrarse en una serie de humor. Todo estaba ocurriendo muy deprisa, se dijo en silencio. Solo un mes antes se creía libre, pero de nuevo era prisionera y se veía obligada a tener un bebé que sería un monstruo.
Ella sólita se lo había buscado. Ni siquiera comprendía por qué había vuelto. Tres días antes la idea le parecía tener sentido, pero en ese momento todo era como una extraña pesadilla. Sonaron risas programadas. No sentía nada por el niño que llevaba dentro. En realidad Carol jamás había querido tener un hijo. Tiempo atrás, antes incluso de que su matrimonio fracasara, Rob y ella habían hablado del tema. Ninguno de los dos se sentía preparado. Y un bebé siempre era un inconveniente. Carol ni siquiera había aprobado aún los exámenes, y Rob todavía tenía que hacerse una reputación profesional. Quizá en un par de años más, habían acordado. Se alegraba de haber esperado. Lo cierto era que jamás había sentido un verdadero deseo de tener un hijo. No se quedaba mirando a los niños por la calle, pensando en lo preciosos que eran y en cuánto le gustaría tener uno. Los únicos dos niños que formaban parte de su círculo de amigos le resultaban solo soportables, y eso durante tres horas como mucho. Siempre se alegraba de perderlos de vista.
Un hombre gritó «¡Merde!» y se oyeron más carcajadas. Entonces comenzaron los anuncios. Una mujer con un delantal blanco servía sopa en cuencos. Parecía el momento más feliz de su vida.
No quería tener al niño, esa era una de las cosas de las que estaba absolutamente segura. Pero tenía la sensación de que no podía hacer gran cosa al respecto. Se encontraba bien en ese momento, pero últimamente había estado tan enferma, vomitando a diario, que por lo general su estado era débil. Y emocionalmente estaba hundida. Durante cinco minutos estaba tranquila, estable, y de repente ¡zas!, otra vez caía al hoyo, como decía Gerlinde.
Le asustaba pensar que la noche anterior había estado considerando la idea del suicidio. Carol vio un anuncio de una película hecha especialmente para la televisión. Una mujer vestida de negro lloraba mientras otra la consolaba. Deseaba que las cosas hubieran sido distintas, pensó.
Deseaba no haber estado expuesta al virus. Y que André fuera normal. Que él fuera amable con ella todo el tiempo. Deseaba que él no le hiciera reproches, no la humillara, no la tratara con brutalidad. Quizá él comenzara a tratarla mejor al estar embarazada. Tenía que hacerlo, se dijo. André no pondría en peligro al bebé. Ella podría negociar y tratar de conseguir lo que quería.
Carol oyó la puerta delantera abrirse y cerrarse, y luego se abrió la de atrás. André subió al coche. Parecía más vivo, pletórico.
Apagó la televisión y la luz, y tomó el teléfono. Marcó unos cuantos botones y habló con el chofer. Carol comprendió lo que decía.
Le había ordenado ir al Royal Medoc. Durante los cinco minutos de trayecto al centro de la ciudad, él se giró hacia ella y la observó en silencio.
Al llegar al hotel, André salió primero. Habló con el chofer a través de la ventanilla delantera del coche durante unos minutos, dándole órdenes y sujetando a Carol del brazo con firmeza. Nada más irse el coche, se giró hacia ella y la atrajo hacia sí. Tomó el rostro de Carol entre las manos.
-Rodéame con los brazos -pidió con voz suave. La calle estaba abarrotada. Carol vio a la gente mirándolos por el rabillo del ojo. Sonreían, asentían con aprobación, suponiendo que eran amantes.
Repentinamente se le ocurrió ponerse a gritar y pedir ayuda.
-Solo voy a decirlo una vez -dijo André tan serio, que Carol no pudo evitar fijar la vista en su rostro-. No hagas ninguna estupidez. Ya sé que te costará, pero... -André la besó en los labios suavemente y añadió-: Si te sales del guión, te haré más daño del que te han hecho jamás. Con bebé o sin él. Y tendrás que volver a definir la palabra dolor. ¿Estamos?
Carol asintió. Él sonrió en su dirección, volvió a besarla y la estrechó con fuerza por el cuello. De camino al hotel él asintió, a modo de saludo, en dirección a unos cuantos conocidos e intercambió unos pocos «bonsoirs».
André estaba desquiciado, pensó Carol.
Se detuvieron ante el mostrador de recepción para recoger la llave de la habitación de Carol y subieron.
Una vez en la habitación, él encendió las luces y dijo:
-¡Quítate el vestido y dámelo!
Carol se quedó helada, dejó el bolso y comenzó a soltar los alfileres que sujetaban la parte del vestido que él le había rasgado. Se lo quitó deslizándolo por las caderas, lo dobló cuidadosamente y se lo tendió. De inmediato él lo hizo jirones y lo tiró a la papelera.
-No vuelvas a ponerte un vestido tan feo... al menos cuando estés conmigo. Quítate todo lo demás.
Carol se quitó las bragas, también rasgadas, y los zapatos.
-¡Túmbate y ábrete de piernas!
-¡No me hables así! -exclamó entonces ella. Él rió sarcástico y se cruzó de brazos.
-¿Cómo?, ¿como a la puta que eres? ¿Qué esperabas? Querías pasarme el sida. ¿Te parece bonito?
-No quería, no lo planeé. Me figuré que si podías tenerlo lo más probable era que lo tuvieras antes de conocerme, con todos esos marineros... Al menos no podías pasármelo tú a mí.
-Y entonces, ¿por qué insististe tanto en que no bebiera tu sangre?
-Por si acaso, para no pasártelo. Pero eso lo pensé al principio, antes de que tuviéramos relaciones sexuales. Y después sencillamente no quería morir, eso es todo. Traté de decírtelo muchas veces. Y he vuelto para decírtelo -explicó Carol, completamente ruborizada.
-¡Bien!
André se dirigió al armario y sacó la maleta de Carol. Sacó también los vestidos, faldas y blusas de sus perchas uno por uno y los arrojó de cualquier modo, de mala gana, en la maleta.
-Te vistes como una sirvienta, tienes el gusto de una camarera.
Una vez vacío el armario, André comenzó a sacar lo que había en la cómoda: una camiseta de color verde oliva en la que ponía «M*A*S*H*» y unos pantalones cortos de estilo militar en caqui. Excepto por el cepillo del pelo, el cepillo de dientes y el maquillaje, que André metió en el bolso de ella, lo demás fue a parar todo a la maleta. André le tiró los pantalones cortos y la camiseta y ordenó:
-Ponte esto.
Carol trató de sacar ropa interior de la maleta, pero él la detuvo, añadiendo:
-Nada de ropa interior, ponte la camiseta y los pantalones simplemente.
Carol se vistió y se calzó con el mismo zapato plano del día anterior.
-Súbete los bajos de los pantalones, dales varias vueltas.
Carol los dobló dos veces.
-Más.
Carol lo dobló otra vez más.
-Dos veces más -ordenó él.
Llevaba los pantalones muy cortos. Demasiado, porque se le veía un poco el trasero.
-No puedo salir así, me siento desnuda.
-Típica angustia de un mortal. Son una pandilla de egocéntricos.
Carol se sentó en la cama a esperar mientras él llamaba por teléfono. En cuestión de minutos se presentó un botones. André le dio dinero y órdenes en francés. Luego le dijo a Carol:
-Guardaré tu maleta en casa bien cerrada, no quiero ver esos trapos. Te los devolveré cuando te vayas. ¡Vamos!
El ascensor estaba lleno, pero todos se apretujaron.
André la rodeó inmediatamente por la cintura. Deslizó una mano por su espalda hacia abajo y la metió por dentro del pantalón delante de todo el mundo. Carol estaba avergonzada. Sabía que estaba colorada.
Él se comportaba como un adolescente rebelde, pensó.
Era imprevisible, y constantemente trataba de violentarla y humillarla.
André pagó la cuenta del hotel mientras ella vaciaba la caja de seguridad. Al marcharse, un empleado la llamó:
-Mademoiselle, casi lo olvido. Tiene usted una carta. Llegó ayer.
Carol alargó la mano para recogerla, pero André se le adelantó. La miró por las dos caras y se la guardó en el bolsillo.
Subieron al coche y se desplazaron un par de manzanas hasta un salón de belleza.
El propietario, un hombre bajito y guapo con gestos amanerados, saludó calurosamente a André, lo besó en ambas mejillas y lo llamó «Ma belle bête noir». Casi todos los empleados lo saludaron.
El propietario echó un vistazo a Carol con una expresión que a ella le pareció de desaprobación, deslizó las manos por sus cabellos con profesionalidad y en pocos minutos ella tenía el pelo lavado y estaba sentada ante un espejo.
Entonces Carol vio a André reflejado en el espejo y se sorprendió. Él casi la había convencido de que era un vampiro. Mientras el estilista le recogía unos cuantos mechones de pelo con pinzas, preparándoselo para cortar, André se sentó al borde del mostrador y comenzó a hojear un cuaderno con distintos estilos de peinados.
Los dos hombres charlaron un rato, rieron a carcajadas e hicieron burlas con grandes aspavientos hasta que, finalmente, llegaron a un acuerdo.
En media hora, Carol lucía un corte elegante, moderno y de estilo, que enseñaba el rostro más de lo que ella estaba acostumbrada. El estilista le puso gel y le secó el pelo con el secador mientras le daba forma con los dedos. Luego le echó laca. Una chica joven y guapa se acercó y la maquilló con colores vivos, destacando sus ojos con kohl de manera que parecieran más redondos y pintando sus labios en rojo oscuro.
Carol se miró al espejo y pensó que volvía a ser una adolescente. La siguiente parada fue en una tienda de ropa de una de las calles más chic de Burdeos: la rue Ste-Catherine.
André la obligó a probarse varias cosas, y de entre ellas eligió tres faldas, las tres muy similares, cuatro tops y un traje de pantalón y chaqueta de verano con un corte un tanto extraño, de color sandía. Empaquetaron la camiseta y los pantalones cortos que llevaba ella junto con la ropa nueva.
Carol salió de allí vestida con una falda de piel negra muy corta y un top de rayas horizontales rojas y blancas, todo muy ajustado. Y sans culottes.
André le colocó una cadena plateada en las caderas a modo de cinturón. Estaba hecho con eslabones grandes intercalados con otros más pequeños, y se abrochaba por delante con una pieza plana de ángulos pronunciados que asemejaba un candado de metal, con un agujero de cerradura con mucho estilo. De uno de los eslabones colgaba una llave antigua. Su aspecto final era el de una bailarina apache moderna.
Cruzaron la calle y él le compró dos pares de zapatos de tacón con finas tiras para atar a los tobillos.
Carol se puso los de color rojo. Sus zapatos planos viejos acabaron también en la bolsa, con los otros nuevos.
De vuelta al coche ella comentó:
-Dentro de un mes no me servirá nada.
-Dentro de un mes todo estará pasado de moda y te compraré ropa nueva.
André hizo una breve parada más. Volvió al coche con un largo pendiente de plata con forma de esposas, que Carol se puso enseguida, y una pulsera de piel roja con una enorme piedra roja engastada.
-Date la vuelta -dijo él.
Él le colocó algo alrededor del cuello. Era cómodo y se le ajustaba perfectamente, a pesar de que tenía el espacio justo para respirar.
Carol lo tocó.
-¡Es un collar de perro!
-Procura no ladrar muy fuerte.
Volvieron a salir del coche juntos otra vez y nada más hacerlo, André le ató una cadena de un metro ochenta centímetros de largo a uno de los eslabones de la parte delantera del collar que le había puesto al cuello, enganchándoselo él a su vez a la trabilla del pantalón, de la que colgaba una esposa.
Era como si estuviera paseando al perro, pensó Carol.
Eso la deprimió. Pero enseguida se sintió tan desconcertada, que se olvidó de sus propios sentimientos. Pasearon tranquilamente a lo largo del paseo marítimo de le vieux Bordeaux.
André la llevaba bien agarrada de la cintura, y además iban encadenados. Aquella parte de la ciudad tenía un aspecto delirante. Tipos ultramodernos, artistas y actores se codeaban con prostitutas, drogadictos y marginados formando una galería de extraños caracteres. Había gente haciendo malabarismo y mimo, otros vendían bisutería artesanal, cuadros o walkmans robados, y otros simplemente paseaban al perro.
Unas cuantas vagabundas vestidas con crepe de Chine de color naranja y amarillo sucios pedían monedas; músicos ambulantes conectados a miniamplificadores tocaban música chirriante; algunos artistas esbozaban caricaturas con pasteles en la misma acera; exquisitas mujeres mayores vestidas con trajes caros ligaban con chaperos de ropa ajustada; tunecinos fumaban tabaco aromático en largas pipas y unas pocas parejas giraban al ritmo de la estridente música que salía por la puerta abierta de una discoteca: y todos parecían conocer a André.
Muchas de las mujeres lo besaron efusivamente, y algunos hombres también.
Y ninguno olvidó examinar su nueva adquisición: Carol.
Ella se sentía extraña, desnuda, marginada, ignorada y, segundos después, el centro de atención..., por no mencionar verdaderamente atrapada.
Todos tenían algo que decir acerca de ella. Pero ella no entendía una palabra. André parecía tomárselo todo con mucho entusiasmo. Era muy conocido.
En su casa, con los otros locos, pensó Carol.
Saboreaba la atención que le prestaban, sonriendo con el orgullo de un coleccionista cuando aquellas criaturas de la noche alborotaban alrededor de Carol. Ella solo quería esconderse en cualquier agujero.
Tras lo que le parecieron horas, André la llevó a un pequeño café situado en una calle estrecha, más allá de uno de los extremos del paseo marítimo, cerca de La Grosse Cloche, un alto campanario del siglo XVIII construido al estilo gótico en el que había un enorme reloj rodeado de graciosas figuras.
Se sentaron en la terraza, en un lugar bien a la vista. André charló con la gente de las mesas vecinas y llamó a otros que pasaban por allí. Pidió una ensalada de espinacas para Carol y un plato de hígado que le sirvieron con pommes frites.
En cierto momento, mientras André estaba distraído charlando, el camarero le preguntó a Carol en un terrible inglés si quería algo de beber.
-Vin -dijo ella, añadiendo-: rouge.
Eran dos de la docena de palabras francesas que conocía. Pero cuando llegó el vino, André ordenó al camarero que se lo llevara y trajera un vaso de leche caliente.
Hacia las cuatro de la madrugada abandonaron el café. Él la tomó de la mano mientras bajaban hacia el río y cruzaban el Pont de Pierre.
André le señalaba los lugares de interés turístico por el camino como si ella fuera una amiga de visita por la ciudad. Le Monument des Girondins, I'Hôtel de Ville, y la Cathédrale Saint-André, de estilo gótico, y su Tour Pey-Berland, al lado.
-¿Ves la estatua dorada de la Virgen en lo alto de la torre? -preguntó André-. La Virgen y St. André están comunicados por un pasaje subterráneo.
Al rato volvieron a cruzar el Garona y pasearon por la orilla izquierda, tomando el mismo camino que había tomado Carol la noche en que se conocieron. Pero aquella noche fatídica el nivel del agua era más bajo.
Continuaron por la misma calle y llegaron al lugar donde había caído el fiambre. Luego se dirigieron hacia el oeste, más allá de donde estaban atracados los barcos grandes, alejándose del centro de la ciudad. Aún seguía haciendo calor, pero la humedad había disminuido un poco, así que Carol no se sentía tan incómoda. Sin embargo, estaba cansada.
-¿Podemos parar un rato? Me duelen los pies. Es por los zapatos.

André se volvió y tiró de ella. La observó, aparentemente complacido con su nuevo aspecto, y la besó en los labios.
Una pareja pasó por detrás de ellos hacia el oeste. Enseguida comenzó a besarla con pasión, con agresividad. Tiró del top hacia abajo, descubriendo los pechos, y le subió la falda hasta la cintura.
-¡No! -exclamó ella mientras trataba de taparse. Pero él no se apartó. Le hizo darse la vuelta.
-Agárrate a eso -dijo él, señalando el poste de una farola.
Un gemido salió de labios de Carol al preguntar:
-¿Por qué aquí?, ¿por qué ahora? Pero estaba demasiado cansada para seguir protestando. Además, ¿qué importaba ya? Él la tomó por detrás, agarrándola de las caderas, penetrando despacio su vagina y moviéndose rítmicamente dentro de ella. El cielo sobre sus cabezas era límpido, la luna llena. A sus pies oía el ruido del agua rompiendo contra el muelle, y los jadeos de los dos. Le sorprendió que su vagina estuviera húmeda, y más aún oírse gemir de placer.

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⏰ Última actualización: Mar 29, 2015 ⏰

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