Dos

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La noches en Alemania me habían dado la razón de mi desesperada decisión de irme. La luna y quizá el viento me habían dado el empujón. No sabría decir si mamá lloró y papá la consoló. No creía esa posibilidad. Los hijos se iban sin avisar, forjaban su camino y no volvían. O lo hacían si habían fracasado, pero papá había cometido el error de darme mi parte de la herencia a mis veintidós años. No me correspondía todo la culpa, ¿verdad?

No me hubiera quedado aun si me imploraban que me quedara. Les habría dicho que ya era un hombre y quería hacer mi vida de algún modo. Que América sonaba bien en mi cabeza y que no se molestaran o preocuparan por mí, que volvería cuando mi dinero se haya acabado.

Habían pasado tres días desde que comí albóndigas y desde que vi a aquella chica que me sonrió con amabilidad. Era de pelo rizado y negro, muy negro. Su piel era morena y su ojos eran de un color café oscuro. ¿Qué podía hacer con ella? Es decir, que podía hacer con ellos. ¿Darles la bienvenida? ¡Qué va! A mí nadie me dio la bienvenida. Nadie me advirtió de la mala decisión que había tomado, así que ellos tendrían que joderse también.

Una mañana y aun siendo de madrugada; alguien tocaba la puerta. Lo habría ignorado si no fuera por la insistencia de su golpes. De mala gana me puse de pie y me encajé la playera y mi pantalón que estaba en el piso, arrugado. Eran los vecinos de alado. La mujer —la puta— si era sincero.

—¿Sí? —Le pregunté.

—Oh, vecino, siento mucho molestar. —dijo—. La cuestión, y si no es molestia...

—Rápido, que necesito volver a la cama.

—Es que la dueña del edificio nos ha corrido y quería saber si podía ayudar a mi esposo a bajar unas maletas. —Pidió encarecidamente.

No era tan malo después de todo. Quiero decir, los habían corrido y eso era fabuloso; no más gritos, no más desvelos. ¿Qué era esa luz en el cielo? Lo pensé, fingiendo estar procesando la información, aunque por dentro haría lo que fuera por verlos lejos de mí. Lo que fuera.

—No hay problema. —Dije.

—Oh, muchas gracias. —Dijo y se fue.

Su esposo era un tipo horrible. Tenía tatuajes por todas partes, una barba abundante y una cabeza sin cabello. Todo un maldito gruñón y malagradecido. Le había dejado las maletas en la calle y me había metido corriendo para reanudar mi sueño, pero había sido en vano, pues ya no pude.

Me alegró que aquellos se hubieran ido. Todo parecía más armonioso y parecía escuchar a las aves cantar un glorioso aleluya. Pero, así como se habían ido; así habían llegado a remplazar su lugar.

Emily me había llamado después de varios días con la noticia de que estaba en Nueva York, para ser exactos, a metros del edificio.

Una gran sorpresa, ¿no amor? —Me había dicho desde el teléfono.

No tienes idea. —Le dije.

Limpié la habitación. Las latas de cerveza estaban dentro de una bolsa de plástico y las colillas de cigarro habían sido barridas y tiradas por la ventana. Todo, todo lo que parecía fuera de lugar había sido acomodado.

¡Maldita mi suerte!

Salí a esperarla afuera. La tarde estaba cayendo nuevamente y el frío se hacía evidente. Entonces la vi, con una inmensa maleta, con una horrible bufanda y unos cabellos que se meneaban por el viento gélido. Bastante guapa.

Nos miramos.

—Harry. —Me dijo cuando se aferró a mi cuello.

Nos besamos.

VERBOTEN || Larry StylinsonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora