Los límites habían sido cruzados esa noche del veinte de septiembre, esos límites que no se deben cruzar.
Gisselle parecía dormir profundamente en la mañana del siguiente día, pero no era así. Solo lloraba, lloraba por dentro.
Leslie, al otro lado de la cama, no había podido cerrar un ojo en toda la noche; el peso de la culpa abrumaba su corazón.
No dejaba de pensar en el motivo por el cual las cosas se habían salido de control para él y su esposa, hasta olvidó cuando había sido la última vez en la que habían arreglado un conflicto sin la necesidad de antes recurrir a la violencia de cualquier tipo.
Pero aquella noche fué diferente.
Aquella noche no había sido como cualquier otra noche de peleas o violencia verbal antes de dormir.
De manera impredecible, una discusión se salió de control y terminaron lastimandose uno al otro de todas las formas posibles, parecían animales salvajes y maltratados.
Leslie estaba arrepentido, el dolor exterior no se comparaba con el pesar y la impotencia que sentía dentro, miraba sus manos y se lamentaba, luego levantaba la mirada y dejaba salir un llanto ahogado al percatarse de lo que le había hecho a su esposa con sus propias manos.
Imaginó una y otra vez las diferentes maneras en las que hubiesen podido llegar a un acuerdo, sin la necesidad de recurrir a sus instintos más primitivos.
Pero ya era muy tarde.
Al igual que todas las veces anteriores, siempre pensaban en todas las alternativas, pero lo hacían luego que ya el daño estaba hecho.
