Tarquin Hillas I

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Las olas colisionaban las unas con las otras en el azulejo mar. El resplandeciente sol besaba el cuerpo de Tarquin, quien nadaba a través de los gigantescos navíos cerca de las playas del Horizon. En aguas tan cristalinas como el mismo aire, cediendo al joven la oportunidad sumergirse hasta el azul profundo sin perder de vista el augusto sol. Abajo, se amparó de pie mirando los coloridos peces nadar sobre su cabeza "No debe existir lugar más hermoso" pensó emergido. Tarquin sospechaba que habia aprendido a nadar antes que caminar, recordando los días dorados en su asentamiento ancestral el Castillo Alba del Este.

Fuera del agua se sentía diminuto comparado a los barcos que se encontraban a su alrededor. Fuertes navíos hechos de madera áspera con excepcionales diseños, largas proas con sirenas que mostraban pechos firmes y seductores. La cuenta exacta de los navíos era del al menos ochocientos barcos cada uno acompañado por más de cincuenta hombres dándole un poderoso ejército a su cargo. Entre ellos el cabecilla de los mercenarios llamado Sir Nevan Mar, temido incluso por los mismos señores del colosal Azul.

Tarquin nadó hacia la playa que guarnecían sus soldados, entre ellos uno de los más cercanos, Sir Balban, un soldado que estuvo con él desde el archipiélago de las sombras. Balban vestía prendas ligeras y parecía recién levantado mientras comía un fruto rojo a la orilla de la playa.

-Su alteza. –Saludó cuando el príncipe Hillas se acercó a él. Tarquin asintió dúctil al hombre sentándose a su lado, observando el radiante paraíso antes sus ojos. "Las cosas han cambiado" pensó algo feliz.

-Así me imagino mi hogar. –Confesó el príncipe a su soldado. –El sol, el mar... Todo.

-¿No recordáis como era vuestro hogar?

-No tan bien como desearía. Pero siento que sé cómo es, por las canciones sé que es un lugar de arte y paz. Es la tierra donde somos libres y el valiente vive en armonía.

-Suena como un bienaventurado lugar. –Murmuró Sir Balban.

-Lo es. –Dijo Tarquin viéndole. Su soldado era caucásico joven, con el cabello color perla que brillaba con los rayos de luz. -¿Cómo es vuestro hogar? ¿Qué canciones hay sobre el lugar?

-No hay canciones de mi hogar. –Aclaró el soldado. –Hay armas y hay hierro, pero no hay ninguna canción. Los nacidos ahí nos convertimos también en armas o en carne y huesos desperdiciados. –Dijo. Tarquin sintió gran pesar por ello, y el carácter de su soldado ante eso.

-Os gustará el Este. –Le dijo Tarquin rodeándole con su brazo. Ya le conocía desde hacía cinco años, a él, a Sir Jodyn, y a Zhara, cinco años desde que había hecho el trato y se preparaba para lo que estaba por venir tan solo en semanas.

-Lo sé. –Concordó su soldado continuando con grandes bocados a su jugosa fruta.

Por la tarde Tarquin se unió a la tienda de los mercenarios que había adquirido, sin escoltas para parecer más cercano, le brindaron una silla en la sombra de la playa, sitiado por una docena de hombres. En su mayoría jóvenes como él, niños vendidos de aparecías costeñas, piel morena con cabezo veraneo áspero. Aquella turba, la única que alguna vez Tarquin había poseído, gente comprada, pero suya.

-Su alteza. –Dijo una joven morena ofreciéndole vino entre la ola de hombres.

-Que buen culo traéis, niña. –Voceó Riako Pike detrás de ella, entretanto palpaba el trasero de la chica. Keanos Pike, su hermano, le retiró la mano del cuerpo de ella.

-Estamos en presencia de un rey, papanatas. –Refutó golpeando la cabeza de Riako. Keanos y Riako eran sus primeros oficiales, dos hermanos idénticos de barba azul diferenciados solo por una gigantesca cicatriz que atravesaba el rostro de Riako. La chica se retiró asustada, no sin antes darle una torpe reverencia a Tarquin.

Ocaso del Imperio SangranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora