Secretos

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Ese mismo día, en alguna otra parte del castillo de Hogwarts, Gustabo y Horacio estaban charlando tranquilamente junto a unos grandes ventanales de verjas tatuadas en su cristalina piel; la luz que alcanzaba a entrar se derramaba sobre el suelo de mármol, hacía un día algo nublado, pero a veces el sol asomaba y le calentaba a Horacio la parte del uniforme que cubría sus omóplatos.

Estaban esperando a que llegara el profesor Flitwik frente a la puerta del aula de Encantamientos, y habían aprovechado para apartarse del grupo de la clase para poder hablar tranquilamente y tener un momento de paz. Con todo lo que había pasado, sentían que apenas habían intercambiado dos palabras.

"¿Cómo vas con tu asunto?" Preguntó Horacio, ofreciéndole a su hermano una genuina mirada de interés. Gustabo no le había dado información más allá de que no era nada que pudiese meterles en problemas.

El mayor de los dos hermanos se encogió de hombros.

"No hay mucho que contar," mintió, "después de lo del otro día no tuve que volver a preocuparme."

La forma en que el menor asintió, conforme con su respuesta, le anudó con fuerza la boca del estómago. No podía ser tan fácil engañarle, no podía serle tan fácil mentir.

Pese a que no quería incluir a Horacio en sus asuntos, la noche anterior Gustabo se había reunido con Juanjo y Tonet, que se habían asegurado de hacerle llegar un mensaje de forma discreta. Cuando el pergamino se materializó ante él en un vívido chispazo, cuando había ido al baño para limpiarse el desastre de viscosidades que había pasado a ser su túnica tras un ejercicio de clase resultado en desastre, casi le lanza un Expelliarmus.

En la nota, decían que habían descubierto algo acerca de Zara, y que a ser posible se reunirían con él al caer la noche, en los baños.

A Gustabo siempre le habían sorprendido dos cosas de los negocios con el dúo Gryffindor: en primer lugar, que no temieran ser pillados por Jack Conway, el prefecto de su casa en medio de una de sus reuniones, y que éste no les hubiera pillado ni una sola vez. Era impresionante lo escurridizos que podían ser cuando se ponían a ello; como una sombra que ríe por lo bajo en medio de la oscuridad de las sombras que cobijaba el castillo.

Quizá era por su preciso sigilo que le hacía tan fácil confiar en ellos, pese a sus descabellados precios.

De todos modos, Gustabo memorizó la hora y lugar a la que se daría su encuentro, y tan pronto como fue capaz de recitarlo en un susurro, el pergamino se consumió en una pequeña llamarada. No le mencionó nada de aquello a Horacio.

Al caer la noche, se puso la ropa muggle que había usado en sus jóvenes trece y catorce años, cuando tenía que obtener el dinero vendiendo los objetos que robaba de los vecindarios ricos para pagar los medicamentos para tratar la neumonía que había pillado Horacio en un mal invierno. Luego, hizo buen uso de su entrenado sigilo y se escurrió fuera de las mazmorras de Slytherin y esquivó la juiciosa y atenta mirada de Filch.

Después de todo ese tiempo, no había perdido la práctica.

Cuando llegó a los baños, al principio no encontró nadie a la vista; como un mausoleo abandonado que alguien había decidido, en un caro capricho, añadir a la decoración de su casa. Tan sólo podía oír el irregular goteo de los viejos grifos.

Fue entonces cuando recordó la señal que había aprendido a utilizar con el dueto para sus negocios secretos: un suave silbido de tres notas resonó en la cueva de mármol, y la puerta de un amplio cubículo se abrió lentamente, silenciosa como un suspiro.

Cuando se unió a ellos en su escondite, Juanjo revisó su vestimenta detenidamente y alzó las cejas, escéptico, ácido.

"¿Nuevo look?" Insinuó, su sonrisa mezquina brillando en la oscuridad.

"El Poemario Maldito"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora