Un nuevo comienzo

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El tren frenó lenta y pesadamente, las vías siseando un quejumbroso silbido mientras se detenía, y una densa nube de humo blanco asomando desde los alrededores del tren. Estaban en Hogwarts.

Hagrid los esperaba en el andén, sosteniendo sobre sus cabezas un pequeño farolillo que a duras penas alcanzaba a iluminar toda su enorme figura, mientras los alumnos de diferentes años abandonaban el expreso y se extendían en un caótico corrillo alrededor suyo.

Horacio alzó los brazos hacia el cielo, estirando la espalda mientras oía los huesos crujirle bajo la piel. Siempre que tomaba el Expreso de Hogwarts, salía con la misma sensación pesada sobre los hombros.

Gustabo estaba a su lado, hablando tranquilamente con Emilio, una de las personas con quien mejor se llevaba de su casa. Alguna vez se había unido a ellos durante el recreo, o habían caminado juntos a alguna clase, y se habían acabado cayendo bastante bien. Pero por lo general Emilio pasaba tiempo con los de su casa.

"Bueno chicos, ¿estáis todos listos?" Preguntó Hagrid, echando un rápido vistazo a las ventanas del tren para asegurarse de que no veía a algún chiquillo despistado que se pudiese haber quedado atrás. El extenso grupo frente a él se revolvió por unos segundos mientras algunos de los alumnos revisaba que no se hubiese dejado nada; otros, asintieron. "Entonces acompañadme. Os llevaré hasta el castillo y allí os recibirá la Profesora McGonagall, quien os guiará y acompañará a partir de entonces. ¡Seguidme, y cuidado con no separaros del grupo!"

Acatando órdenes, todos siguieron al corpulento hombre de cerca, guiándose los más rezagados por el halo de luz que seguía de cerca al pequeño farolillo en lo alto. Caminaron entre cómoda charla y algún que otro cotilleo aprendido en el tren, y mientras, Hagrid canturreaba al frente.

"¡Horacio!" Saludó alguien a su espalda, sorprendiendo al muchacho al sentir una mano posarse de repente sobre su hombro. "Te he encontrado de milagro, macho, ¡no había forma!"

Al girarse, pudo comprobar con alivio y alegría que se trataba de Greco; en el verano le habían florecido muchas más pecas, y ahora era un poco más alto que Horacio. Su pelo todo revuelto parecía haberse aclarado un poco, y sobre la barbilla había comenzado a aparecerle la sombra de una pequeña perilla.

Una radiante sonrisa brotó en el rostro de Horacio y dio un pequeño grupo, incapaz de contener su propio entusiasmo. El verano se les había hecho increíblemente largo a él y Gustabo sin sus amigos y apenas una carta o dos al mes.

No tenían mucho dinero, y no podían siempre invertir una parte de sus ahorros en materiales de papelería.

"¡Greco!" Celebró, contagiándose su amigo de la brillante sonrisa. Katherine y Gustabo a su lado se giraron al oírle, dedicándole cada uno un educado saludo a su manera que el muchacho correspondió. "¿Cómo has estado? Siento no haber respondido a la última carta que me mandaste, no nos quedaba papel..."

No era la primera vez que ambos hermanos tenían que justificar las pocas respuestas con sus escasos recursos, lo cual había terminado generando preocupación en sus amigos, y una buena parte de ellos les había ofrecido ayuda en algún momento, pero rara había sido la vez que se hubiesen permitido aceptarla. En especial Horacio.

Gustabo, por lo general, era el que más miraba por la supervivencia de ambos: siempre intentaba que hubiese algo que pudiesen llevarle a la boca cada día, y se las acababa ingeniando para no pasar mucho frío por las noches. Por ello, alguna que otra vez, cuando la suerte no le sonreía ni a la perspicacia de uno, ni a la carisma del otro, Gustabo había acabado aceptando alguna pequeña ayuda, aunque tan solo fuese una tartera con algo de comida caliente.

Horacio, por su parte, siempre había temido acabar volviéndose una carga para sus amigos si se permitía pedir ayuda. No era que alguna vez le hubiesen dado motivos para creerlo, (Greco nunca perdía la oportunidad de insistir con que estaría encantado de recibirlos en su casa el tiempo que fuese necesario, Katherine a menudo compartía con ellos los platos que sus padres muggles, ambos cocineros, la habían enseñado a preparar, y alguna que otra vez había visto a Emilio intentar darle a Gustabo algo de dinero, pero éste rápidamente se lo había devuelto) pero suponía que era una vocecilla atorada en su cabeza que le costaría mucho extirpar.

"El Poemario Maldito"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora