Ana - Parte I

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La mancha amarillenta no era en realidad visible al ojo humano, pero Ana sentía un profundo compromiso por removerla de la porcelana del sanitario. Entre cepillos, zabras y químicos; con sus manos recubiertas por guantes de caucho, la nariz resguardada por la mascarilla y usando gafas para detectar el color, Ana se protegía de pensar en la nota que ese mismo día, en la mañana, le había vaticinado su muerte.

Llevaba quince combinaciones fallidas, como resultado, incluso con la protección de su cubrebocas, ya estaba mareada. Se alejó, dejó caer su espalda sobra la pared mientras sus piernas pasaban de estar en rodillas a reposar en sus nalgas. Lleva cuarenta y siete minutos intentando retirar la mancha a mano, luego de que los protocolos de limpieza fallaran y una ligera variación de color fuera detectada por el supervisor de limpieza. ¡El estúpido robot podía detectar esas pequeñas diferencias invisible! y, solo por aquello tenía un rango superior a ella.

Agotada, pero a la vez cerca del final de su turno, se sintió obligada a recoger el desorden, ya no tenía más ideas fuera de protocolo. Tampoco ninguna de las soluciones manuales, disponibles en su base de datos de empleados de limpieza, aportaban novedad. Con todos los utensilios de regreso al carrito de carga y los guantes en el moleculizador, Ana estaba lista para reportarse en el cuarto de mandos, de donde, cualquier otro día, ni se le habría ocurrido salir. Aquel día, por primera vez desde que dejara el hogar de sus padres, tras la asignación, extrañaba su hogar. Después de lo sucedido en la mañana, solo la nota, la pequeña marca de la inyección y la costra de orina ocupaban su mente. En diez días podría estar muerta, o algo mucho peor, pero la mancha, esa sí que seguiría ahí.

Se engañaba a su misma al pensar que no era la muerte, lo que ponía su mente en estado de alerta, en su lugar, se imaginaba escenarios mucho peores, en los que sobrevivía y, la advertencia de la nota resultaba cierta. Convertirse en un zombie, fuera lo que fuera que eso significara, resultaba mucho más aterrador.

Tenía los ojos cansados, había alcanzado a llorar un par de minutos antes de dejar encaminarse al centro de residuos. Quizá por eso había terminado obsesionada con una mancha en la porcelana que podría llevar ahí, más tiempo que lo que el robot supervisor llevaba en funcionamiento. Acompañada de su carrito de limpieza y con los guantes en el hombro, se movía despacio.

De regreso a marcar fin de turno, Ana revisó el puntito en el dorso de su mano, no lo había notado hasta la desinfección de salida, tras su aventura a los baños comunes de finanzas. No sabía como había aparecido, ni si tenía algo que ver con la nota que había encontrado en la mañana. Lo único que había logrado entender, de camino a su camarote, era que aquella mancha no se dejaría lavar o quitar por medio normales. Había rasguñado con fuerza hasta el sangrado, pero el puntito seguía en su sitio, negro.

Ana, estaba cansada de pensar en limpiezas y manchas, por un momento, aquel punto era el menor de sus problemas, todos, en realidad eran problemas menores.

Los ojos le pesaban, las manos, los músculos estaban fuera de su propio control. Arrastraba los pies hacia los dormitorios. Su mente seguía divagando ¿Había sido la nota, una alucinación causada por los compuestos químicos que usados para quitar la mancha del servicio? Podía tratarse de una pesadilla y ella seguir durmiendo en su cama, rodeada de colegas por lado y lado.

Pero podía sentir como aún se movía, como sus pies se desplazaban a regañadientes hacia delante, sin que ella estuviera dispuesta detenerlos hasta alcanzar la meta, su catre. A la mujer gruesa, de ojos saltones, labios carnudos y brazos fuertes, las diez horas de su jornada laboral, jamás, ni una sola vez, le habían resultado algo más que excitantes. Era la mejor expresión de un humano de conglomerado, incapaz de imaginar que sería la vida fuera de los terrenos de la empresa donde naciera y fuera creada hasta ese mismo día. Sin embargo, estaba convertida en una masa de carne, incapaz de decirle a su propio cuerpo que se detuviera o pensara.

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