Yarimar - Parte II

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Mar se fue a dormir esa noche con los pensamientos embotados en su propia felicidad, a la sombra imborrable de las palabras de su madre, que asemejaban a una pesadilla más que a una realidad. La mañana siguiente, se despertó con la duda sobre todo lo acontecido el día anterior, sus recuerdos envueltos en un manto de neblina. Se ciñó a la rutina y comenzó con un chequeo facial, a la espera de su madre para que revisara los resultados. Fue sentada al borde de su cama, en su típico comportamiento post- chequeo, que Yarimar sintió el peso de las palabras que su madre le dijera la noche anterior.

Sin embargo, no alcanzó a sentir tristeza, porque la alarma de su mensajería institucional la hizo dar un respingo. Mar sostuvo su dispositivo computacional entre las manos, se tumbó en la cama y abrió el texto. Era una carta corta, un saludo formal en la parte superior, un párrafo de cinco líneas y una despedida oficial, firmada por el director. Al terminar de leer, dejó caer los brazos y la terminal sobre el colchón y sus gritos fueron aullidos guturales, sostenidos de forma intermitente pero rítmica hasta que su madre la encontró en posición fetal, sosteniéndose la cabeza con las manos envuelta en sus cobijas.

La mujer intentó hacerla reaccionar por largos minutos, Mar se vio luchar contra su propia ingenuidad. Gritar y lloriquear no le iba a devolver lo que había perdido. Yarimar no había gritado desde que tenía cinco años, su madre se lo tenía prohibido, Yarimar no había llorado desde los ocho, porque su madre se lo tenía prohibido. Mar no había pensado desde lo diez, porque su madre se lo tenía prohibido. Cada prohibición venía de un mismo objetivo: ser la modelo de cuerpo para el director y, hasta unas horas atrás, cada esfuerzo había valido la pena.

La madre de Yarimar no preguntó el porqué de la reacción de su hija, se limitó a observarla de pie junto a la cama. Entonces reprodujo el mensaje, entre gritos más agudos y desesperados de la niña, después se sentó junto a ella, que al sentirla tan cerca se calló.

—Me han rechazado—murmuró, aún envuelta en sus cobijas, con la voz carrasposa por el esfuerzo—. Ya no sirvo para nada.

La madre guardó silencio, en su lugar desarmó la bola de piel y tela en que se había convertido Yarimar, buscó su cabeza y la posó sobre su regazo. La expresión de la madre era tranquila, pero incomprensible.

—Lo sé, niña.

—Al parecer hay alguien mejor, alguien que no soy yo —Mar tragó saliva, para refrescarse la garganta—... Ni las otras. Es de fuera.

Yarimar no supo sino hasta que su padre se lo explico y tuvo tiempo para asimilar la verdad, lo que en ese momento había pasado por la cabeza de su madre. La mujer, no era el tipo a la que le importara en realidad el futuro de su hija, pero si la que se esfuerza cada día por cumplir con su trabajo. Y para la madre eso era Yarimar, su trabajo asignado, uno que terminaba con ella dejando, junto a su maleta, la habitación donde la criara por más de siete años. Yarimar también aprendió después, que su madre estaba ansiosa por regresar a su propia vida, con un ascenso, una mejor remuneración por servicios y, sobre todo libre de la carga de maternidad que por catorce años había cumplido en función de su rol empresarial.

Pero en ese momento, sollozando en las piernas de la mujer, Yarimar aún no sabía nada de aquello. Allí tumbadas en la cama, Mar se podía limitar a sufrir y quejarse de su desgracia, sin entender en realidad lo que significaba perder su lugar como modelo de dirección y sin ser consciente al mismo tiempo, que su madre la dejaría esa misma mañana. No entendía y no sabía que ya no sería más cuidada, no tendría una nana a tiempo completo, porque no sería nunca más así de importante.

—¿Qué será de nosotras ahora? — Había preguntado, ingenua y olvidadiza.

Yarimar levantó la vista para encontrarse con los ojos inexpresivos de la mujer, su madre.

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