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Cuando vi a Catherine por primera vez, ella lucía un vestido de color carmesí intenso y
hojeaba nerviosamente una revista en mi sala de espera. Era evidente que estaba
sofocada. Había pasado los veinte minutos anteriores paseándose por el pasillo, frente
a los consultorios del departamento de Psiquiatría, tratando de convencerse de que
debía asistir a su entrevista conmigo en vez de echar a correr.
Fui a la sala de espera para saludarla y nos estrechamos la mano. Noté que las suyas
estaban frías y húmedas, lo cual confirmaba su ansiedad. En realidad, había tenido que
reunir valor durante dos meses para pedir esa cita conmigo, pese a que dos médicos
del personal, hombres en quienes ella confiaba, le habían aconsejado insistentemente
que me pidiera ayuda. Finalmente, allí estaba.
Catherine es una mujer extraordinariamente atractiva, de ojos color avellana y pelo
rubio, medianamente largo. Por esa época trabajaba como técnica de laboratorio en el
hospital donde yo era jefe de Psiquiatría; también se ganaba un sobresueldo como
modelo de trajes de baño.
La hice pasar a mi consultorio y la conduje hasta un gran sillón de cuero que había tras
el diván. Nos sentamos frente a frente, separados por mi escritorio semicircular.
Catherine se reclinó en su sillón, callada, sin saber por dónde empezar. Yo esperaba,
pues prefería que fuera ella misma quien eligiera el tema inicial; no obstante, al cabo de
algunos minutos empecé a preguntarle por su pasado. En esa primera visita,
comenzamos a desentrañar quién era ella y por qué acudía a verme.
En respuesta a mis preguntas, Catherine reveló la historia de su vida. Era la segunda
de tres hijos, criada en el seno de una familia católica conservadora, en una pequeña
ciudad de Massachusetts. Su hermano, tres años mayor que ella, era muy atlético y
disfrutaba de una libertad que a ella nunca se le permitió. La hermana menor era la
favorita de ambos padres.
Cuando empezamos a hablar de sus síntomas se puso notablemente más tensa y
nerviosa. Comenzó a hablar más deprisa y se inclinó hacia delante, con los codos
apoyados en la mesa. Su vida siempre había estado repleta de miedos. Tenía miedo
del agua; tenía tanto miedo de asfixiarse que no podía tragar píldoras; también la
asustaban los aviones, y la oscuridad; la aterrorizaba la idea de morir. En los últimos

muchas vidas muchos maestros Donde viven las historias. Descúbrelo ahora