IV. La banda de Kongre

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Si Vázquez, Felipe y Moriz se hubiesen trasladado al extremo occidental de la Isla de los Estados, hubieran podido comprobar cuánto difería este litoral del que se extendía entre el cabo San Juan y la punta Several. 

Ahí no había más que rocas, que se elevaban hasta 200 pies de altura, la mayor parte de ellas cortadas a pico y prolongándose bajo aguas profundas, incesantemente batidas por violenta resaca, aun en tiempo de calma. Delante de estas áridas rocas, en cuyos intersticios anidaban millares de aves marítimas, destacábanse un buen número de arrecifes, que se prolongaban hasta dos millas mar adentro. Entre ellas se situaban estrechos canales de pasos practicables tan sólo para barcas de muy poco calado. No faltaban grandes huecos cavernosos, grutas profundas y secas, obscuras, de angostísima entrada, el interior de las cuales no era aireado por las ráfagas ni barrido por las olas, ni aun en la temible época del equinoccio. Para ganar por aquella parte la meseta central de la isla, hubiera sido necesario franquear cuestas de más de 900 metros de altura, y la distancia no bajaría de 15 millas. En resumen, el carácter salvaje, desolado, acentuábase más de este lado que por el litoral opuesto, en el que se abría la bahía de Elgor. 

Aunque el oeste de la Isla de los Estados estaba protegido contra los vientos noroeste por las alturas de la Tierra del Fuego y del archipiélago magallánico, el mar se desencadenaba con tanto furor como en el cabo San Juan, la punta Diegos y la Several. De suerte que, si se había establecido un faro del lado del atlántico, no era menos necesario otro en la parte del Pacifico para los barcos que buscasen el estrecho de Lemaire, después de doblar el cabo de Hornos. Tal vez el gobierno chileno pensase ya en seguir el ejemplo de la República Argentina.

En todo caso, de haber comenzado al mismo tiempo los trabajos en los dos extremos de la Isla de los Estados, se hubiera comprometido la situación de una banda de bribones que se había refugiado en las cercanías ¿el cabo San Bartolomé? 

Algunos años antes, estos malhechores se habían instalado en la entrada de la bahía de Elgor, descubriendo una profunda caverna oculta entre el acantilado. Esta caverna les ofrecía un seguro asilo, y desde entonces ningún barco que hiciese escala en la Isla de los Estados podía considerarse en seguridad.

Estos hombres, una docena en total, tenían por jefe a un individuo llamado Kongre; a quien un tal Carcante servía de segundo.

Toda esta escoria era originaria del sur: cinco de ellos procedían de la Argentina o de Chile; los otros, reclutados por Kongre, no habían tenido más que pasar el estrecho de Lemaire para completar la banda en aquella isla, que ya conocían por haber pescado en sus aguas durante el estío.

De Carcante sabíase que era chileno, pero hubiera sido bien difícil especificar en qué ciudad o aldea de la república había nacido y a qué familia pertenecía. De treinta y cinco a cuarenta anos de edad, de mediana estatura, más bien delgado, pero todo nervios y músculos, y por lo tanto, vigoroso en extremo, de carácter taimado y de alma perversa, jamás hubiese retrocedido ante un robo o un crimen que perpetrar. 

Del Jefe nada se sabía. Jamás había dicho cuál era su nacionalidad. ¿Se llamaba realmente Kongre? Tampoco se sabía. Lo único seguro era que este nombre es muy corriente entre los indígenas del archipiélago magallánico y de la Tierra del Fuego. Cuando el viaje de la Astrolabe y de la Zélée, el capitán Dumont dUrville, al hacer escala en el abra Peckett, en el estrecho de Magallanes, recibió a bordo a un patagón que se llamaba así. Pero era dudoso que este Kongre fuese originario de la Patagonia. No tenía el rostro estrecho por arriba y ancho en su parte inferior, que caracteriza a los hombres tic esta comarca: la frente estrecha, los ojos prolongados, la nariz aplastada, la estatura, por regla general, elevada. 

Además, su fisonomía, en conjunto, estaba lejos de presentar la expresión de dulzura que se encuentra en la mayor parte de estos pobladores.

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