VII. La caverna

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 ¡Qué horrible noche iba a pasar el desgraciado Vázquez en aquella situación! Sus infortunados camaradas asesinados, arrojados después por la borda, los cadáveres de los cuales arrastraría el reflujo hacia el mar. No pensaba que, si no hubiera estado de guardia en el faro, su suerte hubiera sido la misma. Pensaba únicamente en los amigos que acababa de perder.

—¡Pobre Moriz, pobre Felipe! —decía él—; habían ido a ofrecer, con toda confianza, sus servicios a los miserables que contestaron con tiros de revólver... ¡Ya no les volvería a ver... ya no volverían a contemplar su país ni su familia!... Y la mujer de Moriz, que le esperaba dentro de dos meses, ¡qué horrible dolor cuando supiera su muerte!...

Vázquez estaba aterrado. Era una sincera afección la que experimentaba por sus dos subordinados... ¡Les trataba hacia tantos años! Por sus consejos habían sido destinados al servicio del faro, y ahora se encontraba solo... ¡solo!...

¿Pero de dónde venía aquella goleta y qué tripulación de bandidos llevaba a bordo? ¿Bajo qué pabellón navegaba y por qué aquella escala en la bahía Elgor? ¿Por qué apenas desembarcados habían apagado el faro? ¿Querrían impedir el acceso a la bahía de algún barco que les fuera persiguiendo?

Estas preguntas embargaban el espíritu de Vázquez, sin que pudiera darles contestación. No le importaba el peligro que corría. Y, sin embargo, los malhechores no tardarían en comprobar que en el faro había tres torreros... ¿Se pondrían entonces en busca del tercero? ¿Acabarían por descubrirle?

Desde el lugar donde se había refugiado, a menos de doscientos pasos de la caleta, Vázquez veía moverse las luces de a bordo y los faroles de los bandidos, que iban de un lado a otro por el faro. Hasta oía a aquella gente hablar en alta voz en su propia lengua. 

¿Eran, pues, compatriotas, chilenos, peruanos, bolivianos, mexicanos?... 

A las diez, aproximadamente, se extinguieron las luces y ningún ruido turbó el silencio de la noche. 

Sin embargo, Vázquez no podría permanecer en aquel sitio. Cuando amaneciese seria descubierto, y ya sabia la suerte que le esperaba si no lograba ponerse fuera del alcance de aquellos criminales.

¿Hacia qué lado dirigiría sus pasos? Tal vez en el interior de la isla se encontrara más en seguridad; pero si ganaba la entrada de la bahía, tal vez pudiera recogerle algún barco que pasara cercano a la costa. Pero bien fuera en el interior o en el litoral, ¿cómo asegurar su existencia hasta el día en que llegase el relevo? Sus provisiones se agotarían bien pronto, antes de cuarenta y ocho horas. ¿Cómo renovarlas? No tenía con qué pescar, ni medio alguno para encender lumbre. Se vería, por lo tanto, precisado a vivir exclusivamente de moluscos.

Su energía acabó por sobreponerse a la situación. Era necesario adoptar un partido, y lo adoptó inmediatamente. Este fue ganar el litoral del cabo San Juan para pasar allí la noche. 

Cuando amaneciera, ya vería qué resolución tomar.

Vázquez dejó el lugar desde donde observaba la goleta. No se oía ni el más leve ruido. 

Sin duda, los malhechores se consideraban completamente seguros en la caleta y no habían establecido guardia a bordo.

Vázquez siguió la orilla norte, a lo largo del acantilado. No se oía más que el rumor de la marea descendente, y de vez en cuando el grito de algún pájaro retrasado que se refugiaba en el nido.

Eran las once cuando Vázquez se detuvo en la extremidad del cabo. Allí, sobre la playa, no encontró otro abrigo que una estrecha concavidad, donde permaneció hasta el amanecer. 

Antes que el sol hubiese iluminado el horizonte, Vázquez descendió hasta la orilla y miró si alguien venía de la parte del faro.

Todo el litoral estaba desierto. No se mostraba ninguna embarcación, aunque la tripulación de la Maule tuviera dos a su disposición: el bote de la goleta y la chalupa afecta al servicio del faro.

El Faro del Fin del MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora