Madre Selva

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Con la tiara coronando un recogido alto, me encontraba sentada y aburrida en el pequeño trono pálido a un lado del salón de baile. Suspiré buscando a Thèo con la mirada, desde el fin de nuestro baile no la había vuelto a ver y, la sensación de desprotección, empezaba a ser desesperante. Mi tía apareció de entre la multitud y se arrodilló junto al trono.
— ¿Te encuentras bien, querida? Pareces disgustada.
La miré desganada y crucé los brazos sobre el pecho.
— No veo a Thèo. Ya ha pasado más de una hora desde la última vez.
Ella suspiró y miró hacia atrás, encontrando a una criada mayor parada cerca de la puerta del salón de baile.
—Dame un segundo— dijo antes de ir hacia ella.

Regresó muy poco después, enrojecida por la vergüenza y con una sonrisa incómoda curvando sus labios.
— Tu madre la ha sacado del baile y ha prohibido su entrada— confesó en un susurro.
Puse los ojos en blanco y, como si el asiento tuviera un resorte, me levante del trono con un impulso.
— Espero que disfruten de mi fiesta— murmuré entre dientes con amargura.
Al levantar la vista encontré la mirada inquisidora de madre, mi fuego interno crepitó hasta convertirse en infierno y la ira se apoderó de mis pasos, haciéndome abandonar el salón. Entonces, creí oír a mi padre deteniéndola cuando intentó seguirme. No me detuve a comprobarlo, daría con Thèo como fuera.


Corría cruzando pasillos y salas buscando a Thèo sin resultado. Estaba sofocada y mi cuerpo ardía del esfuerzo, conteniendo la respiración para recuperar algo de mi aliento robado. De fondo sonaba la dulce sintonía compartida entre el piano y los violines que amenizaban la fiesta. Las criadas trataban de servir a todos los invitados agitadas e iban de la cocina al salón de baile en filas perfectas, levitando fantasmagóricas. Un reloj de cuco marcó la media noche asustándome. Intensifiqué la fuerza de mis zancadas. No había ni rastro de Thèo y empecé a desesperarme imaginando lo peor.
Pensé que madre te habría despedido de inmediato, que jamás te volvería a ver. Mi corazón había encogido hasta caberme en el puño y el desaliento empezaba a adueñarse de mi respiración.
Recuerdo haber llegado casi ahogada a tu habitación, abrir la puerta de un empujón frustrado y no encontrarte. La cama perfectamente tendida, el vaso vacío junto a la jarra de agua en la mesita de noche y las azaleas rosadas apoyadas en el alféizar de tu ventana.
Me desplomé de rodillas en el suelo, agonizando en lágrimas y con el pecho resquebrajado y herido. Te perdí, te había perdido sin siquiera haberme dado cuenta y no había nada que estuviera en mi poder.
— ¿Se encuentra bien, señorita?— balbuceó con la boca rebosando las migas del pastel que tenía en su mano. Me giré incrédula y la vi, con su blusa abierta y los rizos alborotados frente a mí, con la bragueta del pantalón ligeramente desabrochada y los ojos circulares sorprendidos de encontrarme llorando. Me sequé las lágrimas avergonzada y me puse en pie.
— ¿Dónde estabas?— sollocé con la mirada baja. Alzó levemente la comida en sus manos a modo de respuesta— Me he asustado, pensé que madre te había despedido.
— Sí que me tiene en estima, mi señora— bromeó dulcemente, limpiando una de sus manos en los pantalones antes de acariciar mi mejilla para deshacerse de las lágrimas que me quedaban— Relájese, a fin de cuentas sigo aquí— sonrió después, yendo a sentarse en el alféizar. Asentí con un gesto de la cabeza y me senté junto a ella— ¿Por qué ha abandonado su fiesta?— la curiosidad carcomía sus intestinos y sonreí de medio lado.
— Me prometiste una celebración mucho mejor, creo recordar— confesé mirándola. Dio un bote y salió corriendo hacia el pequeño armario de madera oscura que había en una esquina de la estancia, dejando a un lado su merienda.
— Tome, póngasela— dijo al entregarme una corona de flores blancas— Al ser su gran día, tiene el poder de elegir cómo disfrutar la noche— comentó arrodillándose frente a mí en una reverencia devota. Sonreí.
— Quiero que representes para mí "Romeo y Julieta"— decidí alegremente. Sonrió.
— ¿Hará el honor de ser mi Julieta, señorita?— me ofrecía galante su mano y la acepté con gusto.
— Que así sea.
Nos encaminamos entonces a su armario y construimos unos disfraces con prendas que encontramos. Thèo se había recogido el pelo en un moño, con un poco de hollín sombreó un bigote sobre sus labios y usaba una manta de gruesa tela burdeos a modo de capa; yo, en cambio, había fruncido ligeramente los bajos de mi vestido hasta que se vieron las botas que calzaba, me daba aire seductora con un precioso abanico de marfil y llevaba una cinta celeste enlazada en las caderas.
— ¡Montesco y Capuleto se preparan para la función!




— Aquí tiene, señorita— dijo al tenderme un par de mantas perfectamente dobladas. Las cogí y extendí una sobre la cama. Habíamos pasado más de media noche jugando e interpretando hasta que dejaron de escucharse los festejos en el salón de bailes— ¿Necesita algo más?— preguntó desnudándose de espaldas a mí. Negué con un gesto de la cabeza, absorta en la pronunciación de las curvas de sus nalgas. Me miró.
— No, querida. Estoy bien— contesté completamente enrojecida y desviando la mirada tan rápido como pude.
— En ese caso, le deseo un descanso reparador— sonrió con picardía, poniéndose su sayuela.
— ¿Dónde vas?— necesitaba sentir de nuevo el calor de su cuerpo contra el mío.
— Dormiré en el sillón, mi señora— su respuesta me partió el corazón.
— Puede dormir conmigo; a fin de cuentas, esta es su habitación, soy yo la invitada— me miró con ternura, dejando caer su cuerpo cansado entre los almohadones del sofá y negó con la cabeza.
— Jamás podría perdonarme poner en riesgo su salud o comodidad— comentó— Puede dormir en mi cama siempre que lo desee.
Me sonrojé. No sabía cómo expresar mis deseos físicos ante su presencia y parecía no notar mi necesidad.
— Duerme conmigo, por favor— musité impulsiva. Me estudió con la mirada por unos segundos muy detenidamente y sentí que se inmiscuía en mis pensamientos más oscuros— No hagas que lo repita, Thèo— susurré orgullosa, destapando la cama para hacerle un espacio a ella.
Sin decir nada, entró y se cobijó en las sábanas.
— Abrázame— ordené dándole la espalda. La escuché reírse entre dientes antes de sentir su cuerpo ajustándose al mío por completo— Por favor, no haga esto con nadie más— suspiré. Entonces sus brazos me rodearon la cintura y despejó mi nuca con un suave gesto.
— Considéreme suya, Viola— mi nombre en sus labios sonaba eróticamente placentero y, al cerrar los ojos deleitándome con el recuerdo, noté el deseo que me invadía fluir entre mis piernas.

Narcisos BlancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora