Buganvillas

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Avanzaba seria y en silencio por el pasillo. Las paredes de color crema estaban decoradas con generaciones de retratos de los familiares que habían habitado el palacete anteriormente y apenas sobraba espacio alrededor de los marcos de los portones dorados que conducían a las habitaciones de aquel ala del edificio. Habían pasado varios minutos desde que dejé de escuchar los pasos de Theodora. Me intimidaba el posible hecho de no congeniar. Volví a la realidad de repente, el lugar estaba en completo silencio. Me detuve en seco a mitad del pasillo y giré sobre los talones, buscándola. Caminaba cabizbaja varios metros detrás de mí y con las manos entrelazadas humildemente sobre el delantal de su falda gris.
— ¿Siempre caminas tan lento?— soné muy brusca. El tono de mi voz asustó a la chica y levantó su cabeza de inmediato. Daba la sensación de que se echaría a llorar en cualquier momento, como si le estuviesen carcomiendo la ansiedad y la presión que sentía sobre sí misma. Aligeró el paso avergonzada.
— No, señorita.
— ¿Entonces por qué ahora sí?— crucé los brazos frente a mi pecho.
— Es que no estoy a su nivel, señorita— soltó aquello con dificultad mientras llegaba junto a mí.
Suspiré negando con la cabeza en desaprobación y la tomé del brazo, ajustando mi cuerpo por completo y comenzando a caminar de nuevo. Theodora desvió la mirada a los ventanales del final del pasillo.
— Tonterías, eres mi doncella y caminarás a mi lado porque así lo deseo— comenté mirándola. Siguió sin mirarme.
— Lo siento, señorita.
Tomé su rostro por el mentón con delicadeza y la obligué a mirarme. Mi vista se encontraba en un plano más bajo que ella pero sus ojos estaban fijos en los míos por fin.
— Viola. Mi nombre es Viola, no señorita— esta vez el tono de mi voz se había hecho más grave y, la cercanía de su respiración, me tenía sumida en un extraño estado de euforia.
— Sí, seño... Viola.
— Viola— repetí al unísono mientras girábamos a la izquierda.

Dos guardias vestidos de dorado y sujetando un par de lanzas blancas esperaban delante de la puerta que daba a su habitación. Con un gesto de mi mano, nos dejaron entrar cerrando después.
— Espero que te guste— comenté admirando la estancia a la vez que ella.
Los tonos cafés de las paredes contrastaban a la perfección con la decoración y los muebles blancos. Salté sobre la cama celeste mientras reía despreocupada y, cuando volví a centrar mi atención en Theodora, descubrí que estaba completamente abrumada.
— No tenía porqué tomarse tanta molestia— comentó sin saber hacia dónde mirar.
— No sabía qué flores te gustaban, así que pedí buganvillas para darte la bienvenida— confesé señalando el ramo que se encontraba sobre el alféizar de la ventana.
— Las azaleas rosadas— contestó tomándolo y acercándose a olerlo con delicadeza. Su respuesta me provocó una sensación de comodidad cerca del estómago.
— La templanza... Es una buena virtud— susurré para mí. Me miró con una leve sonrisa y dí un par de toques sobre el grueso colchón, instándole a sentarse. Obedeció en silencio— Debí pedir que te preguntasen antes de venir— añadí algo apenada.
— No se preocupe, son perfectas— el pequeño matiz de alarma que se adueñó de su voz, causó que tomase mi mano intentando consolarme. Me recorrió un agradable escalofrío y miré sus manos sujetando la mía. Me soltó avergonzada.
— Dime... ¿porqué ansiabas tanto unos narcisos esta mañana?
— Quería regalárselos— susurró bajando la vista al suelo— Quise causar buena impresión pero no creo que haya sido el caso; fui demasiado impertinente con la florista y con usted, señorita— añadió con pena. Me reí.
— Causarme buena impresión— repetí— No me habría gustado que lo hicieras, no sabes qué significan para mí los narcisos y me habría sentido ofendida por tu ignorancia— murmuré al dejar de reír.
— Cuénteme, quiero aprender— sus manos volvían a estar cogiendo las mías instintivamente y sus ojos verdes brillaban como nunca antes. Sonreí con simpleza.
— Me parecen idílicos, son perfectos y bellos eternamente— dije con tono soñador. Sentí frío en las manos. Las suyas ya no las abrazaban.
— ¿De qué sirven la belleza y la eternidad si nadie más que uno mismo puede amarse?— sonaba contrariada. Acaricié su mejilla con ternura y sonreí.
— Lo has entendido— bajó la mirada al suelo de nuevo, estaba sonrojada y sonreía. Sonreía.

Narcisos BlancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora