Mimosa

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Una mañana en la que corría una brisa leve y pañuelos de encaje bailaban agitados entre nuestros dedos, decidí llevar a Thèo al pueblo para que conociera el mercado de flores y artesanía de los Miércoles. Mi brazo estaba entrelazado con el suyo dulcemente y la manga de su sobrio vestido marrón contrastaba a la perfección con el rosa aterciopelado de mi piel. Sujetaba una sombrilla entre las dos para cubrirnos del sol y avanzábamos entre los aldeanos en dirección a un puesto en el que vendían coronas de flores.
— Debería comprarse una— comentó tomándola y enseñándome su color azulado. Le sonreí antes de negar con la cabeza.
— Guardo mis monedas para algo que llame mi atención— susurré junto a su oído, deslizando mis dedos por su antebrazo insinuante.
— Tal vez yo pueda ayudarle con eso— contestó, dejándome sentir cómo su mano tomaba la mía discretamente ocultando el agarre entre los pliegues de nuestros vestidos. Sentí que me faltaba el aire y me sonrojé— Juguemos a ver cuántas flores conoce, señorita— dijo interrumpiendo la tensión entre nosotras y conduciéndome apresurada por el mercadillo. Señaló un ramillete de flores violáceas con aspecto reseco.
— Eso es demasiado fácil— me reí— Es romero.
— ¿Y esas?— esta vez miraba unas flores de seis pétalos puntiagudos y blancos.
— Azucenas— respondí caminando junto a ella. Cruzó detrás de mí y se colocó al lado de unas de aspecto extravagante y tono rojizo— Monardas— añadí orgullosa. Me miraba con admiración y sentí un escalofrío de satisfacción recorrer mi espina dorsal.
— ¿Y aquellas?— preguntó con la vista fija en una rama rebosante de flores rosadas.
— Delfinios.
— Verdaderamente adoras la floricultura— comentó volviendo junto a mí.
— Espera...— pedí deteniéndome junto a un escueto puestecillo llevado por una anciana de ojos rasgados.
Sentí la cabeza de Thèo asomarse sobre mi hombro con interés y, tras apreciar las joyas artesanales expuestas unos minutos, continué el paseo dejándola unos metros detrás de mí.

— Deberíamos descansar — propuso al alcanzarme.
— Un poco más abajo está el paseo junto al río, te gustará— resolví rápidamente, guiándola por las callejuelas del pueblo hasta llegar a un valle dividido por un río de aguas veloces.
Aquello parecía un sueño, Thèo y yo avanzábamos a solas con las faldas moviéndose al unísono y nuestros dedos rozándose por la inercia.
— ¿Le sigue doliendo?— preguntó cogiendo mi mano derecha y mirando la cicatriz que me había dejado el corte. Acarició la piel sobre mis nudillos y levantó la vista a mis ojos. Algo ardía dentro de mí a fuego lento e hizo que me quedase atada a su mirada.
— A veces me pica pero eso es todo— tartamudeé. Se inclinó con suavidad y la besó con delicadeza. Aquella fue la primera vez que sentí sus labios en mí. Estaban mullidos y, la presión que ejercieron en mi dedo, me hizo pensar que se quedarían allí prensados en señal de su amor eterno. La sensación de estar derritiéndome se acentuó entre mis piernas.
— Tengo un regalo para que la pueda ocultar si quiere, mi señora— parecía ilusionada al meter su tostada mano en el saquito dorado atado a su muñeca.
Nos detuvimos a medio camino y la miré expectante cuando me mostró una pequeña caja de terciopelo rojo. La cogí con delicadeza y, al abrirla, descubrí un sencillo anillo de plata con una perla. La miré asombrada.
— No tiene que llevarlo si no le gusta, pensé que tal vez querría cubrir su cicatriz y así su piel se mantendría impoluta— añadió bajando la vista a sus pies avergonzada.
— He sido verdaderamente bendecida al coincidir contigo, Theodora— murmuré acariciando dulcemente su mejilla y ayudándola a levantar sus ojos para verme sonreír— Lo atesoraré con mi alma— sumé después, colocándome la sortija en el dedo herido. Volvió a prestar atención a mis manos entre las suyas y sonrió antes de comenzar a caminar de nuevo frente a mí.

Aquella noche, una azalea rosada apareció de nuevo con un mensaje oculto en su tallo. Esta vez, deseándome un buen descanso. Sonreí al leerla y me la llevé inconscientemente al pecho. Un foco tibio iluminaba mi corazón ilusionado e ingenuo y decidí guardarla bajo mi almohada.

La puerta de mi habitación se abrió ligeramente y asomó por ella el tan conocido rostro de mi doncella. Me acomodé sentada en el colchón y la observé entrar.
— Perdone que la despierte, señorita— dijo cerrando la puerta tras de sí— No podía dormir y pensé en pasarme a cuidar de su sueño— añadió sentándose junto a mí en el borde de la cama.
Con aquel camisón de algodón amarillento del uso y sus preciosos pies descalzos parecía una joven cualquiera.
— Entra, vamos; te vas a helar— reí mientras me movía hacia un lado y desarropaba la cama. Me miró dubitativa por unos segundos y luego se coló conmigo bajo las sábanas. Nos escurrimos hasta tumbarnos y cubrimos nuestras cabezas y las almohadas con la tela. Sonreí— Así mejor— susurré entonces, acercándome a ella hasta sentir su aliento. Sus ojos se abrieron sorprendidos y trató de alejarse un poco pero perdió el equilibrio. Contuvo un grito mordiéndose los labios y buscó mi ayuda— No te asustes por la cercanía, no te haré nada— reí entre susurros, agarrando a tiempo su pijama y tirando de ella hacia mí de nuevo. Estaba sonrojada y le faltaba un poco el aire por el susto.
— No me da miedo usted, si no yo— musitó entre dientes. Aparté un rizo de su rostro con una caricia y su mano se posó cálidamente sobre la mía antes de que pudiera quitarla, quedando en su mejilla.
— No deberías temer tanto— una fuerza que desconocía me exigió que me acercase a ella aún más mientras la miraba a los ojos intensamente. Sonrió y sentí su mano en mi cintura, haciendo que me estremeciera por completo— Quédate a dormir esta noche— pedí impulsiva.
— Si me quedo, ¿quién vendrá a despertarla?— preguntó burlona.
— Eres muy atenta y responsable, tu cuerpo sabrá cuándo es hora— contesté. Negó con la cabeza lentamente.
— No puedo, señorita.
Se apartó de mí y salió de la cama.
— Sólo esta noche, por favor— supliqué, siguiéndola y tomando su mano para detenerla antes de que saliera de la habitación. Me miró— Temo no poder volver a dormir ahora que sé que tú no puedes y me apena no poder ayudarte— mentí conduciéndola de nuevo a la cama. Suspiró.
— Sólo esta noche— aceptó metiéndose en las sábanas detrás de mí. Asentí en un gesto y nos tumbamos boca arriba.
El silencio se hizo incómodo. La miré.
— Es la primera vez que comparto cama— confesé tímida. Sus ojos verdes se clavaron en los míos.
— Si no está cómoda, me marcharé— solucionó seria.
— No, por favor— de nuevo mi mano cogía la suya por inercia, la apreté suavemente entre los dedos y desvié la vista al techo— Sólo estaba siendo sincera— no contestó— Nunca había sido tan cercana a alguien como para llegar a este nivel de intimidad— admití entonces. Creí escucharla gruñir entre dientes pero cuando la volví a mirar se estaba riendo.
— Es evidente, esto no es intimidad— dijo sin dejar de reír.
— ¿A caso no soy la primera persona con la que yaces?— pregunté confundida.
— No— mi mirada era de intriga pero no parecía que fuera a decir nada más.
— Si esto no es intimidad, ¿qué es?— dejó de reír inmediatamente.
— Puedo mostrárselo si quiere— propuso con algo de picardía crepitando en el brillo de sus ojos. Asentí de acuerdo— Póngase de espaldas a mí y cierre sus ojos— obedecí sin preguntar.
Sentí su cuerpo cada vez más y más cerca del mío. El calor que emanaba de su piel fue calando mis poros y entumenciéndolos en deseo. Sentía mi corazón palpitando con fuerza cuando sus dedos empezaron a subir por mi cadera en una caricia sensual hasta que su brazo se ajustó a mi cintura y sus pechos presionaron levemente mi espalda. Su mano sobrante deslizó mi pelo destapándome el cuello y dejándolo caer frente a mi hombro. Empecé a arder cuando su respiración resonó junto a mi oído.
— Esto es intimidad— susurró entonces. Me quedé petrificada, sintiendo sus caderas fuertes contra mis nalgas.
Mi piel se erizó por completo y no dije nada. Al segundo siguiente, Thèo se separó de mí y volví a sentir el vacío inquebrantable de la individualidad. Abandonada y sin remedio, no me quise mover de aquella posición por miedo a que todo hubiera sido un sueño y, cuando quise darme cuenta, estaba dormida.

Narcisos BlancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora