El cuarto de baño estaba lleno de vapor. Las ventanas empañadas y la estancia iluminada por la suave luz de la tarde me hacían soñar despierta. El lugar era amplio y de color blanco con decoración en oro. Todo conjuntaba armoniosamente con la espiral interminable propia del verano.
Cubierta de espuma y con el pelo recogido de forma desordenada sobre la nuca, observaba a Thèo desde la bañera. Se encontraba sentada en un pequeño banco dorado con una toalla doblada en el regazo y parecía no querer mirarme. Sus ojos verdosos vagaban intranquilos por los más insignificantes objetos de la habitación, de uno a otro, deteniéndose siempre en las vistas de la ventana por unos breves segundos. Me reí de su repentina timidez. Sus hombros estaban encogidos y ligeramente tensos. Le salpiqué agua con un pie y brincó de su sitio, regalándome por fin una mirada de sorpresa.
— ¿Acaso no te agrado?— apunté desafiante.
Abrió su boca para decir algo pero la volvió a cerrar, sentándose de nuevo en el banco y dejando la vista fija en el suelo.
— Contesta— ordené seria. Mi voz sonó más grave que de costumbre y sentí mis ojos crepitar en fuego— Mírame y contesta— insistí.
Levantó la vista hacia mí con el sofoco visible en las mejillas.
— No se trata de eso, señorita— suspiró.
Me levanté de la bañera con la piel adornada en gotas y olor a romero. Thèo desvió su mirada.
— ¿Por qué no me miras? ¿Tan repugnante soy?— saqué un pie y acudió con prisa servicial a envolverme en la toalla y sus cálidos brazos.
— En absoluto, no es usted el problema— se apresuró a corregir— Son mis ojos, mi señora. La admiran demasiado— confesó buscando algo para secarme el cabello.
— Explíquese— dije, tomándola del mentón con fuerza y obligándola a mantenerme la mirada.
Estaba asombrada y trató de no provocar que yo perdiera la calma, como una presa en peligro inminente. Sonreí pícara.
— Vamos, sea sincera consigo misma; diga lo que quiere decir.
— Mi señora...— tartamudeó nerviosa.
Decepcionada con su tardía me encaminé a mi habitación, dejándole el espacio que presentí necesitaba. Me senté en el tocador y comencé a cepillarme el pelo con calma. Poco después, la sentí entrar al cuarto y dejé el peine sobre la mesa , girándome para clavar mis ojos firmemente en los suyos. Ninguna se atrevió a decir nada y, cuando volví mi rostro hacia delante, ella tomó el relevo y continuó peinándome.
La observé detenidamente mientras realizaba su tarea. Parecía seguir sopesando si debía confesar sus sentimientos o callar para siempre. Sus mejillas desprendían el calor de la vergüenza y las manos le temblaban de manera casi imperceptible. La adoraba. Adoraba la forma en que sus rizos enmarcaban su rostro ovalado y los matices oliva de su piel. Adoraba su sentido de la disciplina y la seriedad que hacía tan excepcional su carácter. Adoraba la curvatura de sus hombros, la longitud de sus piernas y el grosor de sus labios. Adoraba su existencia y, sobretodo, su respiración.
— Si la miro pierdo el aliento, mi señora— admitió de repente, soltando el cepillo y alejándose avergonzada en dirección al ventanal. Miré su reflejo y me levanté del tocador para luego observarla apoyada en él— Si la miro enfermo de los síntomas más incurables. El deseo de sentir su piel me carcome y me convierte en indecente— añadió desesperada, girando sobre sí misma y buscándome con los ojos llorosos.
— Theodora— susurré acercándome a ella y tomando sus manos entre las mías. El verde de sus iris se tornó una cascada y mi corazón se agrietó empático.
— Perdóneme, señorita— dijo arrojándose al suelo de rodillas— Perdóneme, se lo ruego— la amargura de su llanto inundaba las palabras que emitía hasta hacerlas casi incomprensibles. Se cubrió el rostro atormentada y me arrodillé preocupada junto a ella.
— No tengo nada que perdonar, querida— murmuré comprensiva. Ella negó con la cabeza.
— La amo, ¿acaso no lo entiende?— se lamentó.
— Eres tú quien no entiende— musité segundos antes de besar sus labios. Estaban húmedos, salados debido a las lágrimas y sentí cómo a Thèo le faltaba el aire por tener la nariz congestionada— No vuelvas a disculparte— ordené reposando mi frente sobre la suya.
Se rió aún sollozando e hice un hueco entre los pliegues rugosos de mi vestido para acercarme más a ella. Luego, sequé las lágrimas que todavía perlaban sus mejillas.
— Si no le ha gustado puedo darle otro— su picardía habitual volvía a asomar y acepté.Comenzó a buscar mi piel bajo la pomposa falda del vestido hasta dar con mis muslos. Subió por ellos acariciándolos a tientas y encontró mis caderas. Sus dedos se agarraron con firmeza a ellas, conduciéndolas hacia su cuerpo y haciendo que quedara sentada en su regazo. Sentí cómo mi excitación aumentaba y se me escapó un leve gemido. Quise devorarla. Sentadas en el suelo de la habitación, mis manos recorrían su pecho y cuello llenándolos de deseo. El aire estaba cargado de placer y comenzaba a anochecer a través del ventanal. Entonces escuchamos los pasos de alguien cruzando agitado el pasillo. Asustada, me separé rápidamente de Thèo y fingí estar sirviéndome un vaso de agua junto a la cama. Ella se quedó sentada en el suelo, sin saber que hacer y, poco después, los pasos volvieron a alejarse.
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Narcisos Blancos
Ficção HistóricaDespués de 40 años sin noticias de quien fue su gran amor, la duquesa Viola recibe una carta que cambiará el rumbo de una vida llena de lujos, bailes e injusticias. Por lo que se debatirá, sumida en los recuerdos de los días que compartió con su don...