Prímulas

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Oí la puerta de mi habitación abrirse. La luz que entraba por el gran ventanal y el sonido de las gruesas cortinas doradas al ser corridas acompañaron a la sensación de que ya no me encontraba sola en el cuarto. Las sábanas y mi cuerpo se sentían pesados y mi cabeza aún estaba a medio despertar, al igual que mis cinco adormecidos sentidos. Respiré profundamente contra la funda de satén de la almohada y fingí seguir dormida, quería que Thèo me despertase. Escuché cómo vertía agua sobre el vaso que había en la mesilla de noche junto a la cama y, poco después, percibí su peso junto a mis piernas al sentarse al borde del colchón.
— Viola, ha de despertarse. Llegará tarde de nuevo— su voz era dulce.
— Deja que duerma un poco más— supliqué con tono adormilado mientras me colocaba boca abajo y cubría mi cabeza con la almohada.
— Va a elegir los vestidos para su fiesta de cumpleaños, ¿acaso no le hace ilusión?— destapó mi cuerpo dejando al descubierto la parte superior del tronco. Negué con la cabeza. Se rió y posó su cálida mano sobre mi espalda desnuda, acariciándome. Su tacto resultaba reconfortante.
— Estoy convencida de que madre me obligará a llevar esos horribles vestidos que sólo le gustan a ella— me quejé, tirando de la manta para cubrirme entera de nuevo. Thèo suspiró.
— Por favor, levántese; su madre nos castigará a ambas si no llegan a tiempo— pidió acercándose a mi oído sigilosamente— Prometo hacerle una fiesta particular, pero levántese por el amor de Dios— susurró. La miré con una amplia sonrisa.
— ¿Lo prometes?— me invadía una ilusión abrumadora. Thèo vestía de blanco y no podía dejar de mirarla. Sus grandes ojos verdes, sus carnosos labios y aquel moño trenzado que dejaba a la vista su largo cuello y unas marcadas clavículas.
— Será un secreto entre nosotras, ¿entendido?— asentí en silencio, bebí del vaso que me había servido y salí desnuda de entre las sábanas en dirección al enorme armario que había a un lado de la habitación.
Sentí la mirada de Thèo sobre mí en cuanto acabó de hacer la cama. Sabía que estaba sonrojada de pudor. Tomé dos vestidos y los miré pensativa para, poco después, girar sobre mis talones y mostrárselos a ella que estaba apoyada en la estructura de la cama con los brazos cruzados suavemente.
— ¿Cuál es más apropiado para visitar la sastrería?— pregunté. Señaló con la cabeza mi mano izquierda, eligiendo un vestido coral de hombros descubiertos y se encaminó hacia la pequeña puerta de madera junto al armario.
— Prepararé su baño; vaya pensando las joyas y el peinado, volveré en un momento.

La respiración apaciguada de Thèo resonaba tras mis oídos y envolvía mi cabeza en niebla. Sus suaves manos trenzaban mi larga melena negra con esmero y no levantaba la vista de su tarea ni un segundo. Sentada en el tocador rosado de la habitación, yo me probaba uno tras otro collares de piedras preciosas, fingiendo estar absorta en la belleza de mi propio cuello; sin embargo, cada mirada que comenzaba en el reflejo del espejo, acababa fija en su rostro concentrado y con una sonrisa imperceptible en mis labios.
Me detuve unos segundos para admirar el brillo de una gargantilla dorada y, dudosa, llevé mi mano a la de Thèo, consiguiendo su atención rápidamente.
— ¿Crees que sea demasiado?— se agachó ligeramente para apreciar el colgante a través del espejo, su cabeza estaba junto a mi rostro y yo la miraba intensamente.
— Es perfecta— contestó tras un instante, volviendo a su tarea al segundo siguiente.
— Eres una aduladora— sonreí complacida, acariciando su mano en agradecimiento.
-Mentiría si no admitiese que es una de las jóvenes más bellas que he visto en mi corta vida— lo decía sin inmutarse, provocando que un centenar de mariposas invadieran mis entrañas. Suspiré tratando de mantener la compostura.
— Cuando veas a otras en mi fiesta de cumpleaños cambiarás de parecer. Sus pieles son tan pálidas que parecen de porcelana— rebatí avergonzada. Sonrió con picardía y sin mirarme.
— Usted es un narciso blanco— murmuró. Me giré bruscamente; sentía que estaba en una realidad alterada, una ensoñación tal vez. Su mirada era profunda y desafiante, nunca antes me había mirado de aquella forma y no era capaz de procesar si me gustaba o estaba aterida de miedo. Inconscientemente, tomé su mano entre las mías y la besé con suavidad.
— Jamás podré olvidarte— confesé.

Narcisos BlancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora