Salvia Azul

22 4 0
                                    

Una mañana entró a despertarme una de las doncellas de madre. Se acercó y me agitó levemente hasta que abrí los ojos. Extrañé los pasos silenciosos de Thèo al pasar cruzando la habitación en dirección a las grandes cortinas que ocultaban el ventanal y el vaso de agua que me hacía beber rutinariamente antes de salir de la cama. Su peso no se encontraba junto a mis piernas al borde del colchón. El aire de olor dulce ya no era compartido con su inolvidable fragancia de lilas y la sensación que me recorrió el pecho fue de completa soledad.
— ¿Dónde está Thèo?— pregunté frotándome adormilada los ojos. La mujer de ojos castaños parecía desconcentrada mientras hacía mi cama y dejaba que yo decidiera qué ponerme.
— La señorita a acudido a visitar a su madre, dijo que estaría de vuelta tras el almuerzo— contestó girándose hacia mí y poniéndome el vestido que había escogido con prisa— Debe asistir a sus lecciones— añadió casi empujándome para que saliera de la habitación cuanto antes y marchándose.

Los pasillos del palacete se inundaron del sonido de mis zapatillas mientras avanzaba en silencio hacia el aula. Bajé las grandes escaleras de mármol que daban a la entrada, dejando que las yemas de mis dedos se enfriasen al tacto de la piedra pulida del pasamanos. La ausencia de Thèo era ensordecedora. El palacete parecía descuidado y abandonado sin su presencia y mi corazón se hallaba en un entre latido a la espera de revivir al verla cruzar la entrada.
El aula se encontraba en el ala norte, en el piso bajo junto al gran comedor. La iluminación era muy leve y el espacio se encontraba adornado pobremente con mi pupitre, el escritorio de mi tía y la pizarra.
— Buen día, querida— saludó Rowina, entrando a la sala vestida de amarillo pastel y con tizas en la mano. Me dejé caer con desgana en el pupitre y sonrió— Veo que ya te has enterado— comentó enseguida. Suspiré.
— Hasta la tarde faltan demasiada horas, tía— me quejé, cruzando los brazos frente a mi pecho y con un gesto triste en los labios.
— Sólo estás encaprichada, Viola— rió abriendo un libro y buscando entre sus páginas— En cuanto te concentres en tus lecciones, el tiempo pasará el doble de rápido— solucionó sonriente, levantando el libro en una mano y señalando con la otra la página en la que comenzaría la clase.
— Con ella junto a mí al menos estoy acompañada. No debiste darle permiso para la visita.
— No seas egoísta, Viví. Se trata de su familia, llevan años sin verse— comentó acercándose y apoyándose en una esquina del pupitre— Theodora ingresó muy joven al internado, recién fallecido su padre— informó, dejando la mirada perdida a través de la ventana. La miré interesada— Y al cumplir los trece años, sus hermanos pequeños fallecieron de sarampión— susurró mirándome a los ojos compungida— Sólo le quedan su madre y su hermano mayor. No puedes simplemente enfadarte con ella por haberse tomado un día— finalizó con prisa, alejándose en dirección a la pizarra y apuntando en el centro del borde superior el título de la lección— Comencemos— dijo en un suspiro, sonriéndome de nuevo y fingiendo que nada había pasado. No fui capaz de decir nada durante varias horas.

Al llegar la tarde y caer el sol, mi cabeza empezó a sentirse sedada y no era capaz de poner ningún pensamiento coherente en pie. Decidí recluirme en el salón de baile, sentada al piano y tocar cualquier melodía que acudiese a mi memoria.
Llevaba cerca de una hora tocando cuando sentí la puerta abrirse y alguien comenzó a correr hacia mí ajetreadamente. Al llegar, su mano canela apareció sobre el cobertor de las teclas y lo cerró bruscamente, provocando que me pillase un dedo. Levanté la mirada gritando del dolor. Thèo se encontraba frente a mí llorando y aterrada a la vez.
— Lo siento, señorita. Perdónome, por favor— masculló como pudo, arrojándose de rodillas al suelo y tomando mi mano derecha entre las suyas.
Mi dedo anular sangraba debido a un corte profundo y estaba inflamado. Traté de deshacerme de su agarre de un tirón pero me hice más daño.
— ¡No lo mueva, mi señora!— exclamó, secándose las lágrimas y dejándome ver su rostro enrojecido del esfuerzo.
— ¿Por qué lo has hecho?— pregunté molesta, levantándome del banco y ocultando mi mano lesionada contra mi pecho. Sin esperar una respuesta me marché de allí en dirección a la cocina.

Me siguió en silencio unos metros más atrás, con la cabeza gacha y tratando de mantener de nuevo la compostura. La miré unos segundos. A pesar de comenzar a recuperar su seriedad y fuerza habituales, durante unos minutos había dejado entrever una fragilidad sobrecogedora. Parecía que algo torturaba y retorcía su interior.
Al llegar a la cocina tomé asiento en un taburete y me limité a observarla. Cruzó la estancia como en un trance; echó agua fría en un pequeño cubo, cogió unos paños de tela y volvió junto a mí diligentemente. Me miró a los ojos y se arrodilló.
— Espero que pueda perdonarme— confesó, limpiando con delicadeza la sangre de mi dedo y las gotas que habían manchado la falda de mi vestido. Ardía — ¿Le puedo preguntar dónde aprendió la canción que tocaba?— bajó la vista a lo que hacía.
— No lo sé, simplemente vino a mi cabeza— confesé. Sus ojos volvieron a clavarse en los míos con dureza.
— Cantaba esa canción a mis hermanos para ayudarles a dormir— un nudo se formó en mi garganta— Me disculpo de nuevo por mi comportamiento, señorita. El recuerdo vino a mí en cuanto la oí al entrar al palacete y sentí tal dolor que no pude controlar mi impulso de detener el sonido de su piano— añadió levantándose del suelo y recogiendo lo que había usado para curarme— No volverá a ocurrir— dijo echando el agua del cubilete por la puerta detrás de mí.
Entonces me puse en pie sin pensar y la abracé cálidamente por la espalda, sintiendo cómo se estremecía su cuerpo entre mis brazos antes de ser capaz de reaccionar. Sus manos aparecieron tiernamente sobre las mías y suspiró.
— Gracias.

Narcisos BlancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora