Prologo.

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Inglaterra, 1347

El pequeño Jimin de Bedlington había estado esperando este momento durante toda su vida. Apretaba con fuerza la mano de su padre y apoyaba el peso ahora en un pie, ahora en el otro, tan emocionado que tenía miedo de orinarse encima.

Por fin, después de seis años de deseos y oraciones, iba a tener una mamá para él solo.

Miró a su padre de reojo. Estaba tan guapo como el rey Minho en persona, tan alto y erguido en el patio del castillo, con la túnica adornada con una pelliza, atada con un cinturón escarlata. La pelliza podría estar raída y la vaina de la espada deslustrada, pero Jimin se había deslizado hasta su regazo y le había peinado la barba de color cobrizo sólo unos segundos antes de que el trompetazo de un heraldo anunciara la llegada del carruaje de su prometida.

— ¿Papá? — le susurró entre dientes mientras esperaban que el carruaje y su séquito de caballeros subieran el serpenteante camino colina arriba.

— ¿Sí, príncipe? — respondió, inclinando la cabeza.

— ¿Amarás a lady Young-mi como amabas a mi mamá?

— Nunca amaré a otra mujer como amé a tu mamá.

Conmovido por la añoranza agridulce de su expresión, Jimin le apretó la mano. Él respondió con un guiño poco convencido.

— Pero el rey estará satisfecho si me caso con una viuda rica como Young-mi. Su señor murió en la misma batalla en la que perdí mi brazo bueno. Así que ella necesita un marido con título nobiliario y yo necesito aún más la generosa dote que le proporcionará el rey. — Balanceó su manita hacia delante y hacia atrás -. Piensa en lo maravilloso que será disfrutar del favor del rey otra vez, Jimin. Tu barriguita no volverá a gruñir como un oso. Habrá caza fresca en la mesa cada noche. No tendremos que volver a vender ninguno de los tesoros de tu madre. Sólo con las ganancias de la madera de los bosques de Young-mi nuestros cofres rebosarán durante años.

Jimin intentó parecer entusiasmado, pero no le importaban en lo más mínimo los beneficios de la madera ni los cofres rebosantes. Él sólo esperaba que la señora Young-mi necesitara un pequeño niño omega tanto como él necesitaba una mamá. No habría sido capaz de soportar las largas ausencias del castillo de su padre durante los últimos meses, de no haber sabido que estaba cortejando a su nueva madre.

Sus ansias de tener una madre eran el único secreto que no había compartido con él. A decir verdad, la mayor parte del tiempo estaba contento de ser la orgullo de papá. Contento de coserle los desgarrones de sus calzas raídas con puntadas chapuceras. Contento de reñirle cuando salía sin la capa en un día de invierno, cuando nevaba, y de derretirle el hielo de la barba a besos cuando volvía. Contento de reírse de satisfacción cuando él lo llamaba «su príncipe» o «su orgullo» y le revolvía los rizos oscuros de su pelo. Nunca le había importado que en su potaje de alubias hubiera más potaje que alubias, siempre que pudiera dormirse en sus brazos después de que le hubiera leído una historia de la Biblia manuscrita que había pertenecido a su madre. Era el único libro que su padre se había resistido a vender.

No era hasta después de haberse acurrucado frente al fuego, sobre una estera de paja y rodeada por los sabuesos del castillo, que sus pensamientos empezaban a vagar con la idea de lo agradable que sería tener una madre que le acariciara el pelo y le cantara una nana mientras se dormía.

Volvió a estirar la mano de su padre.

— ¿Me querrá la señora Young-mi?

— Por supuesto, cariño. ¿Cómo podría alguien no querer al príncipe de papá?

Pero esta vez papá no lo miró y le apretó la mano con tanta fuerza que casi le hizo daño.

Con una punzada de duda, Jimin se alisó el pantalón de lana de su traje con la mano que le quedaba libre. Él mismo se lo había hecho con retales de tela cortados de un vestido de su madre. Había trabajado a la luz de las velas hasta que los ojos le ardían y los dedos agarrotados se le agrietaban y sangraban. Deseando impresionar a su nueva mamá con sus habilidades con la aguja, había cosido una cadeneta de rosas alrededor del cuello cuadrado. Aunque el viento que azotaba desde el norte anunciaba nieve, Jimin prefirió temblar de frío antes que esconder su labor bajo un manto descolorido.

Alzó la barbilla, animado de pronto por una corriente de tozudo orgullo. Papá tenía razón, por supuesto. ¿Cómo podría alguien no quererlo? Pero cuando el espléndido carruaje cruzó con gran estruendo el puente levadizo, y entró en el patio exterior acompañado por una docena de caballeros que portaban estandartes, el pánico se apoderó de él. ¿Qué pasaría si todos sus esfuerzos no fueran suficientes? ¿Qué pasaría si él no daba la talla?

El carruaje cubierto se detuvo con suavidad. Jimin se quedó boquiabierta al ver la magnificencia de los damascos bordados de las cortinas, y las ruedas de color crema y dorado. Seis corceles de un blanco inmaculado patearon y movieron las cabezas, pavoneándose de sus crines trenzadas. Las campanillas ensartadas en las riendas de piel sonaban en una alegre fanfarria.

— La señora Young-mi tiene una maravillosa sorpresa para ti — le susurró papá al oído.

La puerta del carruaje se abrió con un chirrido. Jimin contuvo la respiración, deslumbrado por la visión de un airoso tobillo; una manga resplandeciente adornada con piel de marta; un pelo rubio platino recogido con una redecilla.

Cuando la señora Young-mi acabó de salir de su capullo de seda, el corazón de Jimin dio un brinco. Su nueva mamá era incluso más bonita de lo que se había imaginado.

En su cabeza bailaban imágenes de todas las cosas apasionantes que harían juntos: cantar en canon y recitar poemas para su papá en las heladas noches de invierno, hilar lino en la rueca que había permanecido silenciosa y solitaria en el desván desde la muerte de su madre, recoger plantas medicinales en los delantales de sus ropas cuando la suave bruma verde de la primavera llegara deslizándose sobre los prados.

Cuando la dama inclinó la cabeza y obsequió a papá con una sonrisa radiante, Jimin imaginó que iba a estrujarlo contra su regazo perfumado y casi se desmaya.

Avanzó un paso sin darse cuenta, pero se detuvo en seco cuando algo salió tropezando del carruaje detrás de su nueva mamá. Al principio pensó que se trataba de un perro, una de esas criaturas peludas, de nariz chata que tanto gustaban a las damas nobles. Pero cuando se incorporó y se sacudió la melena de pelo rubio platino para lanzarle una mirada desafiante, se dio cuenta de que era una niña.

Jimin retrocedió. Parecía que la señora Young-mi no iba a necesitarlo. Ya tenía una niña propia. Los ojos se le abrieron aún más cuando un segundo cuerpecillo rechoncho salió con dificultad detrás del primero. Esta vez era un niño, con las mejillas sonrosadas y las piernas regordetas como morcillas, era un alfa.

Su confusión aumentó cuando un tercer niño siguió al anterior, y después un cuarto. Tenía que esforzarse para no perder la cuenta. Tres, cuatro, cinco. Cada uno de ellos era tan rubio y robusto como la señora Young-mi, aunque sin la gracia de ésta. Se arracimaron alrededor de su madre como una camada de lobeznos blancos, gimoteando y gritando, y tropezando con la cola del vestido.

— ¡«Teno» sed, mamá!

— ¡Yo «teno tueño»!

— ¡Tengo pipí!

— ¿Por qué hemos tenido que venir a esta casa en ruinas? ¡Quiero irme a mi casa!

Las súplicas y peticiones fueron interrumpidas por un grito que llenó de terror el corazón de Jimin.

— ¡Papá Young-soo!

El mayor de los chicos soltó la falda de su madre y se dirigió hacia el padre de Jimin. Su grito fue como una trompeta que llamara a la batalla, y en un momento un pequeño ejército cargó a través del patio.

Jimin se plantó ante ellos con las piernas separadas, pero los niños simplemente lo echaron a un lado antes de rodear a su padre, saltando arriba y abajo y aclamándole.

— ¡Papá «Jun-su»!¡Papá «Jun-su»!

Tuvo que coger a tres en brazos antes de desaparecer bajo sus pisotones. El niño y la niña más mayores, que parecían tener la misma edad que Jimin, se colgaron de su cuello, mientras que el resto se agarró de sus brazos y piernas.

Su madre fue tras ellos. Llevaba un bulto envuelto en pieles en sus brazos y sonreía con indulgencia.

— Te han echado de menos, Young-soo, y yo también. — La voz de la señora era clara y dulce, como la nata antes de ser batida, y el corazón de Jimin se contrajo de anhelo. Se puso de puntillas para intentar ver lo que había en el bulto que llevaba su madrastra. Quizá se tratara de la maravillosa sorpresa que había mencionado su padre.

Mientras hacía malabarismos con su carga, pasándola del brazo débil al fuerte para que no se le cayera ningún niño, papá se inclinó hacia delante y fregó la mejilla de Young-mi con un beso.

— Espero que hayáis tenido un viaje agradable, milady.

— Ni por asomo tan agradable como lo que confío que me aguarda al final de él.

Jimin esperaba que su nueva mamá se diera cuenta de su presencia, pero la mirada hambrienta de la mujer seguía clavada en su padre. Finalmente fue papá quien le dirigió una mirada apenada.

— Jimin, te dije que tu madrastra tenía una sorpresa para ti. Ya no tendrás que volver a malgastar tu tiempo hablando con amigos imaginarios. Ahora tendrás hermanos y hermanas de verdad para jugar con ellos

Los niños dejaron de gritar de golpe, y reinó el silencio, sólo roto por un bebé que se chupaba el dedo ansiosamente.

Cinco pares de ojos de hielo lo examinaron. Ninguno de los hijos que había llevado Young-mi llevaba vestidos infantiles. Todos vestían como adultos en miniatura, con ropa de lana cruda, adornada con brocados dorados. El mayor incluso llevaba una pequeña espada, en una vaina con incrustaciones de rubíes y esmeraldas. Y todos tenían el pelo rubio y sedoso, que les colgaba perfectamente liso, sin rastro de los molestos rizos que siempre habían incordiado a Jimin.

Se le encogió el estómago cuando se vio a sí mismo a través de esos pares de ojos claros y escrutadores: un niño bobo vestido con los harapos de una mujer muerta, y con un bordado de nudos en el escote que en vez de rosas parecían ortigas.

La niña mayor apoyó la cabeza en el pecho de papá y batió sus pestañas de un rubio casi blanco.

— Nunca había visto un pelo tan negro, mamá. ¿Se revuelca en las cenizas?

— Querrás decir en el estiércol del establo. Por eso tiene la piel tan oscura y áspera — dijo su hermano resoplando.

Papá frunció el ceño y miró al niño que tenía en brazos.

— Te advierto, muchacho, que no consentiré...

— No te burles de tu hermanastra, Dakho — interrumpió Young-mi con suavidad — El pobre no puede evitar su aspecto.

— Jimin no parece un nombre cristiano — dijo la niña, mirándola todavía con recelo — ¿Es pagano?

Jimin había sido el nombre que le había puesto su padre desde que se quedara dormido bajo las ramas colgantes de un sauce cuando era un bebé, y su padre y los habitantes del castillo lo habían estado buscando hasta la mañana siguiente.

Antes de que pudiera aclarar ese detalle de su nombre, la risa baja y gutural de lady Young-mi la interrumpió.

— Por supuesto que no es pagano, Hye. Su madre era francesa.

La sonrisa de la mujer no vaciló, pero entornó los ojos levemente, y eso confirió un aire malevolente a su mirada. La sangre de Jimin se le heló en las venas.

— Los franceses mataron a nuestro padre en la guerra — dijo Dakho fríamente, mientras acariciaba la empuñadura de su espada en miniatura con su mano regordeta.

Jimin se apretó contra la pierna de su padre e intentó volver a cogerle de la mano.

— Ahora no, Jimin — le espetó su padre, que hacía muecas de dolor mientras luchaba por desembarazarse de los dientes a medio salir de un bebé que le mordía la oreja, y al mismo tiempo intentaba que su brazo débil no cediera bajo el peso de Dakho — ¿No ves que sólo tengo dos manos?

Jimin retiró la mano y se sonrojó. Su padre nunca lo había reprendido en aquel tono.

— No hagas pucheros, querido. No es nada decoroso. Aquí tienes algo para mantener tus manitas ocupadas — ronroneó su madrasta.

La mujer lanzó el bulto peludo que sostenía a los brazos de Jimin. Él ni siquiera le echó un vistazo, porque no podía apartar los ojos de Young-mi, que cogió a su padre del brazo y lo dirigió con firmeza hacia el castillo. Los niños los siguieron con pasitos errantes. Hye se inclinó sobre el hombro de papá y le sacó la lengua a Jimin. Papá le dirigió una última e impotente mirada antes de que todos desaparecieran en las sombras del gran salón.

Jimin podría haber permanecido allí todo el día, confuso y afligido, si no se hubiera dado cuenta de que un extraño calor se extendía por la parte delantera de su vestido. El bulto empezó a retorcerse. Se le abrieron los ojos de espanto cuando un mechón de pelo rubio platino pegado a una calva rosada asomó lentamente por una abertura en el bulto de piel. La cara de duendecillo arrugado se volvió de color carmesí antes de dejar caer la cabeza hacia atrás y empezar a llorar con unos gritos que partían el alma y las orejas.

Sólo entonces se dio cuenta de que sostenía a otro de los cachorros de su madrastra. Y sólo entonces oyó las risas sarcásticas de los caballeros de Young-mi, que se golpeaban unos a otros con el codo y lo señalaban. Sólo entonces se percató de qué era exactamente lo que estaba empapando su precioso traje y goteando en sus zapatos.

Esforzándose por no unir sus propios gritos a los del bebé, Jimin levantó la barbilla y dirigió una mirada severa a los hombres que sonreían.

— ¿Qué hacéis ahí embobados? ¿Nunca habíais visto a nadie orinarse encima de un omega?

Los caballeros se pusieron firmes, reprimiendo las risas, mientras Jimin se recogía el dobladillo empapado del pantalón y se dirigía al castillo, intentando no tambalearse bajo el peso del estridente bulto.

𝕯𝖚𝖊𝖑 𝖉𝖊 𝖕𝖆𝖘𝖘𝖎𝖔𝖓𝖘 [Yoonmin]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora