Después de compartir una cena a base de miso recalentado, Yuji fue a la habitación que le había sido asignado y deshizo su equipaje. El amplio cuarto estaba amueblado de forma sencilla. Sin embargo, se veía limpio y la cama le parecía cómodo. Había algo que a Yuji le agradó: la ventana daba al lado oeste del número tres de la Metropolitana, lo que le permitía ver directamente el despacho del Señor Gojo. La luz de la lámpara contorneaba el pelo blanquecino e iluminaba el marcado perfil de Gojo-sensei, que estaba delante de unos pergaminos. Era tarde y ya debería haber dejado de trabajar. Al menos, tendría que estar disfrutando de una buena cena, en vez de la sopa de miso tan poco apetitoso que Kugisaki le había llevado al despacho.
Yuji se puso una camisa de dormir y regresó a la ventana, para ver cómo Gojo-sensei se frotaba la cara y se dirigía a su escritorio.
Era el juez más poderoso de Japón, e incluso hacía de consejero del gobierno de forma extraoficial. Entrenaba a sus agentes con métodos nuevos y progresistas, aplicando principios en la defensa de la ley, de una manera que generaba entre el público tanto admiración como desconfianza.
Los sirvientes tenían una opinión muy buena del señor Gojo, como todo aquel que trabajaba en la Metropolitana. Para su desagrado, Yuji descubrió que el juez no era la persona terriblemente malvada que él creía, aunque eso no cambió en absoluto su objetivo de vengar la muerte de Ryōmen. De hecho, el estricto seguimiento de los principios era seguramente lo que le había costado la vida a su hermano. No cabía duda que el señor Gojo se tomaba la ley al pie de la letra, poniendo sus principios por encima de la compasión.
Ese pensamiento lo enfureció. ¿Quién era el señor Gojo para decidir quién debía morir y quién no? ¿Por qué estaba él capacitado para juzgar a los demás? ¿Acaso era tan infalible, tan listo y tan perfecto? Seguramente aquel arrogante así lo creía.
Sin embargo, todavía estaba perplejo por la capacidad de perdón que Gojo-sensei había mostrado aquella mañana, cuando él le había contado la historia de su pintoresco gusto. La mayoría de la gente lo hubiera considerado una imperfección, una falla de su persona y le hubieran dicho que se tenía bien merecido la condena de muerte, pero en lugar de ello, Gojo-sensei se había mostrado compasivo y amable, e incluso había admitido que él mismo había cometido errores.
Confuso, Yuji descorrió la cortina para tener una vista mejor del despacho del juez.
Como si pudiera percibir su miraba de alguna manera, Gojo se volvió y se encontró directamente con la imagen de Yuji. Aunque en su habitación no había una lámpara encendida, el claro de la luna era suficiente para iluminarlo.
Como el señor que era, Gojo-sensei debería haberse dado la vuelta inmediatamente; sin embargo, se quedó mirándolo como si él fuese un lobo hambriento y él un conejo que se hubiera aventurado a alejarse demasiado de la madriguera. Por fin pudo apreciar sus cejas blancas y rectas que ensombrecían los ojos más extraordinarios que Yuji hubiese visto nunca. Eran de un color peculiar, azul claro que se manifestaba una imagen similar al cielo tan brillante que parecía que la energía del universo hubiera quedado atrapado dentro de sus iris. Lo inquietó bastante y aunque se moría de vergüenza, se las apañó para mirarlo de forma provocativa. Contó silenciosamente los segundos: uno... dos... tres. Luego, lentamente, se hizo a un lado, corrió la cortina y se llevó las manos a la cara, que le hervía de calor. Debería haberse alegrado de que él hubiera mostrado interés en su imagen, pero en cambio se sentía tremendamente incómodo, casi asustado, como si su plan para seducirlo y acabar con él pudiese convertirse en su propia perdición.
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Un amante discreto
FanfictionTokio, mediados del periodo Meiji. La ciudad es escenario de una cruenta lucha contra el crimen. Desde la muerte de su hermano mayor, Itadori Yuji tiene un solo objetivo: vengarse del juez que lo encarceló y destruirlo política y personalmente. Gojo...