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El ruido generado por los exaltados manifestantes atravesaba las paredes de la taberna del Dragón Rojo, en Shunsai. Dentro se amontonaba una multitud que estiraba el cuello para obtener una mejor visión de la mesa donde se encontraba sentado Gojo junto con los representantes de los samuráis y los que estaban a favor de su abolición. Durante la primera hora de negociaciones para conseguir nuevamente los privilegios especiales, Gojo había escuchado quejas por ambas partes. Como la tensión crecía por momentos, dedujo que los debates se alargarían hasta la noche. Pensó en Yuji y en las ganas que tenía de volver a casa para estar con él, y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su impaciencia.

Gojo desvió la atención hacia una respetable figura que entraba en la taberna: Nanami Kento, cuya rubia cabellera sobresalía por encima de la multitud y cuya aguda vista examinaba la habitación. Nanami vio a Gojo y, bruscamente, se abrió camino hasta él entre el gentío.

Intuyendo que algo iba mal, Gojo se puso de pie para recibirlo.

     —Nanami —le dijo escuetamente—, ¿qué haces aquí?

     —El kimono —respondió breve en voz baja, para que nadie pudiese oírlo—. Yuta encontró al sastre. Ha conseguido sonsacarle a quién se lo vendió.

     —¿Quién?

     —Sukuna Ryōmen.

Gojo miró a Nanami sereno, su asombro inicial sustituido en el acto por una necesidad puramente instintiva de matar a Sukuna.

     —Sukuna debió de haber visto a Yuji mientras estuvo arrestado en la Metropolitana, cuando él bajó a las mazmorras. Sigue tú con las negociaciones, Nanami; yo voy a hacerle una visita a Sukuna.

     —Espera —dijo Nanami—. Nunca he arbitrado una disputa de esta clase.

     —Bueno, siempre hay una primera vez. Buena suerte— le deseó Gojo y, sin más, salió de la taberna en busca de su caballo.



Yuji no sabía qué hacer con su hermano. Mientras hablaban, trató de asimilar la persona en que se había convertido Ryōmen, pero era alguien muy complejo, que parecía no apreciar demasiado su vida ni la de los demás.

Definitivamente, era un granuja capaz de mostrarse, según su conveniencia, encantador o despiadado, un hombre ambicioso que había heredado sangre azul pero que, paradójicamente no había recibido ni tierras, ni riquezas ni amigos en la corte. En vez de eso, había adquirido poder a través del camino del crimen. Parecía como si su dudoso éxito hubiese hecho de él alguien tan violento como inteligente, tan cruel como confiado.

Con ciertas reservas, él le había contado los años de que había pasado en Miyagi, su deseo de vengar su supuesta muerte y sus planes de ir a Tokio y acabar con el Daigaku-no-kami.

     —¿Cómo demonios se te ocurrió hacer algo semejante? —le preguntó Sukuna, con su afilada mirada clavada en su hermano.

Yuji se ruborizó y respondió con una verdad a medias.

     —Pensaba descubrir información perjudicial en la sala de archivos —afirmó.

A pesar de que le hubiese gustado ser completamente honesto, el instinto le decía que sería una locura contarle a su hermano su gusto y que decir, su romance con Gojo-sensei.

     —Qué listo es mi niño —murmuró Sukuna—. ¿Así que tienes acceso a los archivos de la Metropolitana?

     —Sí, pero...

     —Excelente —dijo él, reclinándose en la butaca—. Podrías averiguarme algunas cosas; puedo sacar partido de tu presencia en la Metropolitana.

Un amante discretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora