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Tan pronto Yuji estuvo de vuelta en la Metropolitana, aprovechó la ausencia de Gojo-sensei para ir a la sala de archivos. Era el momento idóneo para buscar información que su hermano le había pedido, ya que Ijichi y los demás se habían ido al Izayaka a cenar un poco de gyūdon. Las oficinas estarían desiertas durante un buen rato hasta que uno de los agentes volviese.

En un momento dado, una página en particular llamó su atención. En ella se hacían referencias tanto a Sukuna como a Juzo. Dándose cuenta de que había encontrado lo que buscaba, Yuji dobló la hoja y fue a guardársela en el bolsillo, cuando oyó pasos y el sonido de la puerta tratando de deslizarse.

Lo habían pillado. El corazón le dio un vuelco. Yuji devolvió la página al cajón, cerrándolo justo cuando el shouji se abría completamente.

Allí estaba Satoru, con el rostro sombrío e impasible.

     —¿Qué haces aquí? —preguntó.

A Yuji le invadió el miedo; no cabía duda de que Gojo-sensei podía ver perfectamente cuán pálido estaba. Sabía que era la viva imagen de la culpa. Desesperado, dijo la primera mentira que se le ocurrió.

     —Estaba... tratando de guardar documentos que había sacado de los archivos cuando tenía la intención de desacreditarte.

     —Ya —dijo Satoru, suavizando la expresión y acercándose a él.

 Le acarició la barbilla. Yuji se obligó a devolverle la mirada, aunque tenía miedo de decepcionarlo. Sin embargo, los labios de Gojo-sensei esbozaron una reconfortante sonrisa.

     —No tienes que qué sentirte culpable; no has hecho daño a nadie —lo tranquilizó, y comenzó a darle besos en la cara—. Yuji —murmuró—, Nanami ha descubierto hoy quién te envió el kimono.

El muchacho dio un respingo, tratando de fingir que todavía no lo sabía.

     —¿Quién es? —preguntó.

     —Sukuna Ryōmen.

A Yuji empezó a palpitarle el corazón.

     —¿Por qué haría algo así?

     —Esta tarde le he hecho una visita, para preguntárselo. Por lo visto, se ha interesado por ti, y desea convertirse en tu protector en caso de que mi protección en ti concluya.

     —Vaya —dijo él, e, incapaz de aguantar la mirada de Satoru, se aferró a él, escondiendo su rostro bajo su hombro—. ¿Le dijiste que eso nunca ocurrirá? —preguntó en voz apagada.

     —Sukuna no volverá a molestarte —le aseguró Satoru, sujetándolo por la cintura—. Me encargaré personalmente de ello.

Ojalá fuera cierto, pensó Yuji, sumido en una violenta marea de sentimientos encontrados. Estaba furioso con su hermano por haberlo puesto en aquella terrible situación, aunque, a pesar de todo, lo quería y creía que aún tenía remedio, pero, por otra parte, no había nada favorable que decir de alguien capaz de chantajear a su propio hermano menor. Temblando a causa de la frustración y la angustia, se apretó con más fuerza al cuerpo de su amante.

Notando que Yuji estaba temblando, Satoru intentó reconfortarlo.

     —No tendrás miedo, ¿verdad? —le dijo abrazándolo—. No hay razón para que tengas miedo, Yuji; estás a salvo.

     —Lo sé —respondió él—. Lo que pasa es que los últimos días han sido muy tensos.

     —Estás cansado —murmuró Satoru—. Lo que necesitas es un baño caliente y una noche de sueño.

Un amante discretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora