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Cuando por fin llegó al tejado de Sugamo, Satoru estaba cubierto de mugre, y se sentía como si aquella suciedad fuera a quedarse en él para siempre. El aire del exterior olía increíblemente fresco comparado en el hedor que había tenido que soportar durante el trayecto. Recorrió el tejado y descubrió que el muro de la prisión estaba conectado a un edificio continuo. A primera vista no había señales de Sukuna, pero luego divisó la sábana, que colgaba de la cabeza de un dragón esculpido. Definitivamente, Sukuna había ido demasiado lejos.

Satoru apoyó el pie en el pilar y se dio cuenta de que era inestable como arenas movedizas. Llegado este punto, seguir los pasos de Sukuna ya no era viable. Había que estar loco para tratar de hacer algo así. Sin embargo, antes de que pudiera retroceder, Satoru oyó que un joven lo llamaba desde el suelo.

     —¿Gojo-sensei?

A Satoru se le detuvo el corazón al ver la diminuta figura de Yuji desde aquellos cuatro pisos de distancia.

     —¡Yuji! —gritó—. Si eres tú, vas a saber lo que es bueno.

     —Sukuna está conmigo. ¡No trates de cruzar esa pared!

     —No pensaba hacerlo —respondió Satoru, luchando por contener la rabia que sentía al comprobar que Yuji había hecho caso omiso de la orden de quedarse en el coche—. Quédate ahí.

A Satoru pareció llevarle una eternidad bajar por la prisión. Se movía tratando de dominar el pánico que sentía, corriendo cuando podía, ignorando los lamentos y los insultos que llenaban el ambiente al bajar piso por piso. Finalmente salió de la fortaleza y lo rodeó, corriendo lo más rápido que pudo. Vio un pequeño grupo de curiosos, soldados a pie y a caballo y a Tōdō y Yūta, todos esperando a una distancia considerable de Yuji y su prisionero.

     —Gojo-sensei —dijo Tōdō—, Yuji, mi hermano; lo alcanzó antes de que nosotros pudiéramos verlo, nos dijo que nos quedáramos aquí, o...

     —Mantén a todo el mundo lejos de aquí mientras yo me encargo de esto —espetó Satoru.

Los agentes hicieron retroceder a los curiosos varios metros, mientras Satoru iba raudo al encuentro de su protegido. Yuji parecía relajado y seguía apuntando a su hermano sin titubear.

     —¿De dónde has sacado eso? —le preguntó Satoru suavemente, haciendo un esfuerzo por no gritar.

     —Se la quité al cochero —dijo Yuji en tono de disculpa—. No fue culpa suya, Gojo-sensei. Lo siento, pero oí decir al carcelero que Sukuna había escapado. Tōdō y los demás se fueron y yo me quedé mirando desde el carruaje, y justo vi a mi hermano en el tejado...

     —Luego —lo interrumpió Satoru, sintiendo ganas de castigarlo. A pesar de todo, se centró en el problema que tenía delante.

Se fijó en Sukuna, que los miraba a ambos con sorna.

     —¿Así es como cuidas de mi hermano? —ironizó—. Está en buenas manos, ¿eh? Merodeando por Sugamo de noche con una pistola en mano.

     —Ryōmen —protestó Yuji—. Gojo-sensei no...

Satoru lo hizo callar.

     —Tienes suerte de que él te haya encontrado —le dijo a Sukuna con frialdad.

     —Bueno, es que soy un bastardo con suerte —murmuró Ryōmen

Satoru lo miró pensativo, preguntándose si no estaba a punto de cometer un grave error, y sabiendo de hecho que probablemente sí lo estaba. Había concebido un plan que podía salvarle el cuello a su cuñado e incluso beneficiar a la Metropolitana, pero no dejaba de ser una lotería. En el personaje de Sukuna había una mezcla de elementos explosivos; el valiente cazarrecompensas, el siniestro señor de los bajos fondos, el héroe, el villano. Curiosamente, aquel hombre parecía estar en medio de aquellos dos conceptos, incapaz de decidir de qué lado decantarse. Sin embargo, si se pusiera en buenas manos y fuese instruido por alguien de voluntad más fuerte que la suya propia...

Un amante discretoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora