Dos Trenes

144 16 0
                                    

El primer hombre salió de casa: perfumado, recién bañado y con zapatos
lustrados.
Antes de salir, su esposa le preguntó a qué hora regresaría. Como respuesta
obtuvo un puñetazo en el rostro que le dejó un recuerdo color lila en el ojo
izquierdo.
Su hijo pequeño, parado en la puerta de la cocina, fue testigo de la escena.
Contempló el cuerpo de su madre caer abruptamente, seguido de un sonido
hiriente producido por el llanto de la mujer. El primer hombre giró la cabeza
para ver a su hijo, dedujo su miedo, y se le acercó sonriendo para tranquilizarlo.
«No debes temerme. Yo nunca te haría daño a ti... pero escúchame, debes ir
aprendiendo. Así es como se trata a una mujer. Créeme, nunca te dejará de esta
forma. Tú eres un campeón, eres el rey, y todo rey necesita alguien que lo
obedezca, ¿no es así? Algún día, cuando crezcas, encontrarás a alguien como tu
madre, alguien que te guste y de quien puedas ser el dueño. ¿Me entiendes? Ven
acá, quita esa cara larga, que mañana te traeré un regalo».
El niño sonrió viendo a su padre. Este le plantó un beso en la frente y luego le
hizo cosquillas en el cuello, haciendo que el niño se olvidara de la escena.
El primer hombre cruzó la puerta y la noche lo recibió con un beso. La luna
brillaba en sus zapatos y su sonrisa estaba lista para ser usada como arma. Pensó
un poco en lo que le había dicho a su hijo, su padre le había dado el mismo
discurso cuando niño, y se preguntó si había omitido algo.
Se olvidó del asunto al siguiente instante, ahora necesitaba enfocar su atención
en el presente. Esa noche se dirigía a casa de su otra mujer, aquella con la que se
divertía, sin compromiso, sin familia, ni responsabilidad. Compraría vino y
haría el amor con ella hasta la madrugada. Siguió caminando, y le pareció que la
ciudad escribía su nombre con luces.
Al pasar junto a un restaurante japonés, miró de lejos a un hombre que
caminaba de modo extraño, y no pudo evitar un gesto de burla...

*

El segundo hombre salió del bar. Tenía el aspecto de un loco y los puños
frenéticamente contraídos, como si intentara ahorcar la pena que llevaba dentro.

Unas semanas atrás, su hija había sido asesinada, arrancándole un pedazo de
vida, arrastrándolo a un mundo incoloro. Los agentes seguían trabajando sin
poder darle respuestas, investigaban como si ya no les interesara en absoluto,
como si tuvieran prioridades más grandes. Al menos, eso sentía el segundo
hombre.
Usaba el alcohol para justificar su demencia, huía de una realidad que le
escupía en la cara cada vez que intentaba sonreír. La sobriedad no traía paz, el
alcohol no traía paz, quizá nada la traería. No existía justicia, no existía
consuelo, sólo rabia irreversible. Una rabia que le repetía una y otra vez la
misma frase, embarrándola por las paredes de su cráneo: «Resuélvelo tú
mismo».
Al pasar junto a un restaurante japonés, miró de lejos a un hombre que se
burlaba de él. Un hombre que lucía una chaqueta de cuero y una sonrisa
prefabricada.
Algún día atraparía al asesino que buscaba, pero esa noche, tendría que
conformarse con el primer hombre.
Siguió avanzando hasta que finalmente lo tuvo cerca. Dio tres pasos a la
izquierda, ocasionando un choque de hombros, y escuchó un reclamo al que no
prestó atención...

*

El primer hombre aún no terminaba su reclamo cuando un impacto en su rostro
provocó su caída. Fue sorprendido por una lluvia de misiles en forma de puños.
Olvidó cómo defenderse. Quien estaba encima de él no parecía un hombre, era
más bien un monstruo...

Cuentos para monstruos- Santiago PedrazaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora