Una cerveza

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El lugar era una fuente de sodas. Un local abarrotado de risas espontáneas,
besos efusivos y amigos encontrándose.
La música escapaba de la garganta de una rockola, la cual acataba la voluntad
de aquellos que insertaban monedas en su vientre. Las bebidas adornaban las
mesas y animaban las conversaciones. Los vasos chocaban, las sonrisas se abrían
paso en los labios de las personas y las bromas se colaban a las mesas más
cercanas, haciendo reír incluso a los que no participaban en la plática.
En el centro del lugar, había una mesa color naranja donde se desarrollaba una
escena muy peculiar. Se trataba de una cita a ciegas, cuyos integrantes eran una
mujer espectacularmente hermosa y un hombre muy nervioso.
Se miraban el uno al otro. Ella no dejaba de sonreír, sus facciones parecían
pinceladas artísticas. Él no dejaba de sudar, su frente era un iceberg derritiéndose
tras el impacto de un meteoro.
—¿Puedo besarte? —preguntó la mujer, con una deleitante voz de arpa.
—No, yo..., eh..., no..., mejor sólo... conversemos, ¿te parece? Hay que
conversar —dijo él con un nerviosismo que hacía que sus palabras se derraparan.
—En serio quiero besarte —respondió ella mientras estampaba sus pupilas
directamente en las de él.
—¡No! Por favor, conversemos. Sólo... hablemos, ¿sí? Sólo conversemos...
—¿Y de qué quieres que hablemos? —preguntó la mujer mientras recargaba la
barbilla en uno de sus puños.
—No lo sé... ¡De lo que sea! ¡De lo que tú quieras!
—Hablemos... mmm... de tu exnovia, ¿qué te parece? —preguntó ella.
El hombre sintió que el invierno entraba por sus venas, quería levantarse del
asiento, pero éste parecía tener garras que lo sostenían por la cintura.
—Se llamaba Roxana, ¿no es así? —prosiguió la mujer—. Dime, ¿qué le
gustaba a Roxana? ¿Ver películas? ¿Ir a conciertos? ¿Hablar con otros tipos
enfrente de ti?
Los puños del hombre se cerraron frenéticamente, provocando que la mesa
temblara un poco. Miraba el suelo para no enfrentar las pupilas grises de la

mujer. Su garganta empezaba a llenarse de nudos, y habló antes de que estos se
lo impidieran.
—Ella era hermosa. En serio lo era. La amaba tanto, era mi princesa —dijo el
hombre al borde del llanto.
—Entonces, ¿la amabas?
—Sí... claro que la amaba, la amaba como nadie lo había hecho —respondió
el hombre con lágrimas bajando igual que serpientes por sus mejillas.
—¿Entonces por qué hiciste lo que hiciste? —preguntó ella.
El hombre se quebró, su llanto fue un relámpago que peleó contra la música
del lugar. Sin embargo, nadie pareció notarlo.
—Yo la amaba —dijo gimoteando—. Pero ella... tú debes saberlo... ella tenía
muchos amigos, hablaba con muchos tipos —el hombre hizo una pausa y luego
prosiguió con un leve cambió de molestia en la voz—. ¡Ella sabía que eso no me
gustaba! Lo hacía a propósito para ponerme celoso —el hombre volvió a llorar
—. Ella... ella... disfrutaba viéndome así...
—Tenía un hermano, ¿verdad? —preguntó la mujer, con malicia juguetona.
—¿Te refieres a Marcos? Sí... él siempre fue mi amigo. Veíamos los partidos
juntos.
—¿Y ya se lo dijiste? —la mujer esbozo una sonrisa cruel y sensual al mismo
tiempo.
El hombre tragó saliva. La rockola se calló un momento para escuchar su
respuesta, pero al ver que se demoraba demasiado, reprodujo otra canción. El
hombre miró a la mujer con ojos de cordero temeroso.
—¿Puedo besarte? —peguntó ella de nuevo.
—¡Nooooo! —contestó eufórico el hombre.
—Entonces dime qué le pasó a Roxana —exigió sutilmente la mujer.
El cuerpo del hombre temblaba como si su corazón luchara por escapar de su
pecho. Sus labios aterrados no querían seguir con la conversación, pero aun así,
emitieron una frase tajante.
—Yo la maté.
—¿Cómo? —preguntó emocionada la mujer, quería escuchar algo que ya
sabía, pero esta vez, directamente de la voz del hombre, como si se tratara de un
poema recitado por el propio autor.

—Presioné su cuello demasiado tiempo —dijo el hombre y el llanto vino
nuevamente como un cantante al que le piden una última canción—. No quería
hacerlo... Yo la amaba... ¿Por qué tantos amigos? ¿Por qué tenía que hablar
tanto con otros imbéciles? ¡Yo era su novio! ¡El hombre de su vida! ¡Su dueño!
—el hombre se arrepintió de pronunciar esta última palabra al darse cuenta de
que sonaba grotesca.
La mujer se despegó del asiento y tomó la cabeza del hombre con ambas
manos. Lo miró con ternura, o quizá con malicia, era difícil diferenciarlo. Le
acarició el cabello mientras él lloraba desconsolado, abatido, aterrado.
—Tranquilo, ya estoy aquí —dijo la mujer con sus ojos grises pegados a los
del hombre.
Después acercó lentamente sus labios, y lo besó delicadamente, como si aquel
tipo atormentado estuviera hecho de porcelana y cualquier movimiento brusco
fuera a quebrarlo. Él no dejaba de llorar, intentó resistirse al beso, pero eso no
era posible.
La mujer volvió a su lugar y encendió un cigarro. El humo formó figuras que
se invitaban a bailar entre ellas, y algunas cenizas cayeron en su elegante vestido
negro.
Entonces un joven hizo una estrepitosa entrada a la fuente de sodas. Sus ojos
rojos y llorosos eran la evidencia de que acababa de enterarse de algo terrible
apenas unas horas antes. Su mirada exploró todo el lugar hasta encontrar lo que
buscaba.
El hombre reconoció inmediatamente al joven, a pesar de su aspecto furioso y
desencajado: era Marcos, el hermano de Roxana. Pudo sentir el pesado retumbar
de cada uno de sus pasos, como si se tratara de un gigante de piedra caminando
en dirección a él.
Marcos, después de tres semanas, finalmente había descubierto lo que le
ocurrió a Roxana.
Cuando el hombre y el joven estuvieron frente a frente, las palabras se
convirtieron en criaturas que se negaron a salir de su guarida. La rockola se calló
de nuevo, y el silencio se volvió monarca. Marcos sacó un revólver. Su frente
dejó caer dos gotas zigzagueantes, la piedad salió corriendo del lugar, y una bala
atravesó furiosa el cráneo del hombre sentado en la mesa.
Una oleada de gritos y pánico abarrotó la fuente de sodas. Todos corrieron
hacia la salida, interrumpiendo sus risas espontáneas, besos efusivos y

encuentros amigables.
La muerte terminó su cigarro, se sacudió las cenizas del elegante vestido
negro, y miró su reloj... aún tenía tiempo para una cerveza

Cuentos para monstruos- Santiago PedrazaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora