Historia de amor (O algo parecido)

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Vicente, parado frente al sol, vio morir infinidad de atardeceres, esperando a
una mujer que no regresaría.
Dentro de la casa, su padre, un monstruo de alcohol como cualquier otro,
golpeaba el televisor para que funcionara. Había construido una madriguera con
botellas vacías, y volcaba su odio en Vicente, estampando la frase «Se largó por
tu culpa», en los oídos del chico. Él se llevó los puñetazos y patadas que ya no le
tocaron a ella, él soportó los episodios violentos de borrachera que aún restaban.
Agazapado en su habitación, Vicente se imaginaba a sí mismo convertido en
roca, una que resistiera el impacto, una que pudiera devolver el ataque.
Recordaba todo en color y forma: una noche de luna somnolienta, su madre
salió cautelosamente de la casa, como si temiese molestar al silencio con el
sonido de sus zapatos. No volteó a mirarlo, las sombras no lo permitieron. El
chico quiso creer que ella regresaría en un momento, pero los años avanzaron sin
gracia, y el rostro de su madre se convirtió en un recuerdo deshilachado.
La luna solía decirle: «Vive un poco más, chico. Deja que tus puños y brazos
ganen fuerza. Deja que la furia encuentre una válvula de escape».

*

Carolina le ayudaba a su madre a cubrir los moretones. También la asistía en la
cocina, el platillo debía ser espléndido para que él no se pusiera de malas.
Carolina, sin tantos años en la espalda, veía a su madre como a una niña
encaprichada con un cretino. Escuchó pasmada mil confrontaciones, discusiones
y bofetadas. Algunas noches, desde su habitación, oía los gritos y rugidos, ya
fuesen de pasión o de odio. Él no era su padre, y en cierto modo, lo agradecía.
Pasó desapercibida para él hasta el día que necesitó un sostén, cuando sus
piernas y caderas despertaron, cuando su mirada ya no proyectaba a una niña,
sino a una mujer.
Su madre no quiso creerle. Su madre, más que de tristeza, lloró de celos. La
abofeteó engañándose a sí misma. En realidad no le reprochaba una supuesta
mentira, le reprochaba el hecho de haber crecido. Carolina lo entendió después

de un tiempo: su madre no iba a reaccionar. Y aunque las manos y lujuria de
aquel hombre todavía no habían logrado su cometido, era sólo cuestión de
tiempo.

*

En el tren número cuatro, Carolina caminaba buscando un asiento. Con cada
paso hacia adelante iba tirando recuerdos. El rostro furioso de su madre parecía
dibujarse en las ventanas, y aunque el coraje bloqueaba la ruta del llanto, era
difícil seguir aguantando. Su vida y su mundo colapsarían en cuanto el tren diera
marcha, en cuanto ella dejara atrás su pueblo natal.
Encontró un asiento disponible, y ese resultó ser un momento de lo más
abrumador. La inquietó reconocer su propia mirada en aquel chico con
moretones, sentado en la butaca contigua. El mismo fuego en las pupilas que
revela tener una misión, esa expresión que proclamaba que algún día regresaría
al lugar que estaba abandonando en ese momento.
Durante el viaje, Carolina intentó abrir una ventana, pero Vicente se le
adelantó. Fue así como se inició una conversación casual y un tanto ácida, la
cual se fue intensificando conforme el tren avanzaba. Los secretos y penas de
ambos se iban escapando por las diminutas rendijas que dejaban en sus palabras.
Y ahí estaban ellos: dos balas perdidas, que se acababan de encontrar...

Cuentos para monstruos- Santiago PedrazaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora