Su padrastro deslizó la mano sobre su piel juvenil. Ella aguantaba callada,
fingiendo que dormía. Había ensayado mentalmente aquella escena y ahora no
podía equivocarse.
Apenas unas horas antes habían sepultado a su madre, una mujer que había
pasado mucho tiempo sola antes de encontrar a un nuevo hombre. Ésa fue la
razón por la que no quiso creer las acusaciones que su hija levantaba sobre su
reciente esposo. La llamaba mentirosa e intentaba golpearla, como si aquella
verdad le raspara los oídos, obligándola a reaccionar de manera violenta. El
miedo al abandono tenía más peso que las palabras de una chica de catorce años.
Sin embargo, el hombre nunca estuvo interesado en aquella mujer desgastada y
solitaria. Su objetivo era más joven, usaba coleta y vestidos rotos. Para él,
enamorar a una mujer necesitada de compañía que visitaba la plaza suplicando la
plática de un hombre, resultó ser una tarea fácil.
Su boda fue repentina y apresurada, impulsada por el bulto en los pantalones
del hombre en cuestión.
Lo demás fue todavía más sencillo. Los desayunos llevados a la cama parecían
los gestos nobles y atentos de un cónyuge cariñoso, cuando en realidad, cada
plato de sopa y taza de té llevaban como condimento una muerte lenta y
progresiva. Venenos nada peculiares al alcance de cualquiera. En aquel pueblo
hecho de indiferencia y madera, nadie le daría muchas vueltas a la muerte de una
mujer que, en primera instancia, ya era mal vista por los habitantes. El hombre
quedaría como el héroe que le dio dignidad a los últimos años de una madre
soltera, y que noblemente se haría cargo de una huérfana desprotegida. Y su
premio por aquel conjunto de buenas obras sería el cuerpo de una joven que le
provocaba obsesión.
Sin embargo, la espera le parecía infinita y necesitaba pequeños adelantos. De
noche, después de comprobar el sueño profundo de su esposa temporal, subía en
silencio al cuarto de su verdadera presa. La amenazaba de mil formas, y luego la
tocaba. Memorizaba su textura para después volver a la cama y soñar con el
momento en que finalmente la tendría.
El gran día llegó: la madre ya no pudo levantarse. Pidieron ayuda de vecinos
para sacar el tieso cuerpo de la mujer. La chica soltaba alaridos lastimerosmientras se llevaban el cadáver, alaridos que habrían hecho llorar hasta al más
duro de los monstruos.
El funeral fue igual que su boda: apresurado. Los pésames aterrizaron sobre los
oídos del reciente viudo sin que este pudiera quitarle la mirada de encima a su
hijastra, fabricando fantasías, rindiéndole culto a toda su espera.
La noche se tragó el cielo. La chica estaba recostada sobre su cama hablando
sin que sus labios emitieran sonido alguno. Él llegó a casa cuando el reloj
rasgaba la media noche. Había estado en una taberna acompañado de hombres
que intentaban consolarlo. Sin embargo, él no bebía para lamentarse, bebía para
celebrar.
Sus botas lastimaban los escalones mientras subía a la habitación de su
víctima. Abrió la puerta del cuarto, desabrochándose los primeros botones de su
camisa con gesto victorioso. El alcohol y la ansiedad lo empujaban a perder el
control, pero él se esforzó por mantenerse tranquilo. Había esperado mucho
como para arruinar su gran momento.
Ella, con los ojos apuntando a la oscuridad, esperó a que su padrastro se
acercara lo suficiente. La luna intentó mirar hacia otra parte, los cuervos
espiaban por la ventana, amotinados en un cable de luz, como si supieran lo que
iba a pasar. La chica sintió una mano inquieta abrirse camino por sus piernas,
escuchó a su padrastro hablándole a la nada, víctima de su propio delirio.
Ella deslizó su mano lentamente bajo la almohada, hasta alcanzar el mango de
un cuchillo. Lo apretó despacio mientras el coraje empezaba a calentarle las
venas. Esperó a que él girara la cabeza en el ángulo correcto, con la paciencia de
un cazador experimentado. Cuando las condiciones fueron adecuadas y la luna al
fin se atrevió a mirar, la chica se dio vuelta, y en un movimiento de envidiable
agilidad, le clavó furiosa el cuchillo dentro del cuello. En ese momento, todas las
criaturas ocultas en los rincones del pueblo gritaron con euforia.
El hombre sintió cómo su sangre se fugaba por un hueco. Aterrorizado, estiró
su brazo hacia la chica mientras caía de espaldas sobre el suelo. La muerte se
puso a su lado, le acarició el cuello y luego se chupó los dedos.
La chica observaba todo con el corazón pateándole el pecho. Y en ese instante
se dio cuenta de algo curioso: estaba disfrutando mucho de la escena...
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Cuentos para monstruos- Santiago Pedraza
NezařaditelnéCopio el libro. Terminada. Podeis votar pliss. Gracias.