Tulipanes

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Ella seguía sin abrir los ojos, su condición no mejoraba. Él permanecía allí, a
su lado, leyéndole los poemas que tanto le gustaban, combatiendo silencios con
las canciones que la hacían llorar, o sonreír, o bailar furiosamente.
La casa estaba adornada con tulipanes, sus flores favoritas. Él esperaba ver su
cara de fascinación al despertar. Intentaba recapitular los recuerdos de una vida
juntos, sostenía fotografías y le contaba las historias impresas en ellas. Su esposa
no movía ni un sólo músculo, pero él fantaseaba que la hacía sonreír, que
contestaba con algún escurridizo «yo también recuerdo eso».
Le hablaba de sus planes para cuando despertara. La llevaría a cenar y cedería
por fin a su insistente deseo de verlo vestir un smoking. Recorrerían las calles
forradas de sueños, buscarían bajo las hojas del parque algunas palabras de amor.
La luna soltaría su ronroneo, los vagabundos tocarían el violín y ellos se darían
un beso. Sólo debía volver a él, sólo tenía que abrir los ojos.
La cama parecía querer tragarse el cuerpo de la mujer. Él le sostenía la mano
mientras le contaba, por millonésima vez, la anécdota de su primer encuentro.
Tocaron la puerta y la garganta del hombre se llenó de nudos, impidiéndole
terminar la historia. Le acarició el cabello a su esposa mientras repetía su
nombre disfrutando de cada sílaba que lo componía. La puerta sonó otra vez y la
humedad en las paredes de la casa se agrupó al unísono en los ojos del hombre.
Al no recibir respuesta del interior, alguien derribó la puerta a punta de
embestidas.
Entraron primero dos hombres. Le hablaron amablemente y luego lo sujetaron
cuando intentó luchar. Después una chica y un tercer hombre entraron con una
camilla para subir el cuerpo de la mujer que yacía en el colchón.
Él arrojó gritos sin significado. Intentó hablarles de los tulipanes, del smoking,
de los violines y la luna. Ellos no entendieron nada. Ellos sólo se llevaban un
cadáver.
Afuera de la casa, una multitud de vecinos observaba la escena. Ellos habían
hecho la llamada, sus murmullos fusionados conformaban la voz de un
monstruo. El hombre golpeó, pateó y arañó, pero no impidió que el cadáver de
su esposa fuera trepado a la camioneta. Varias voces intentaron tranquilizarlo,
pero ninguna era ésa, la que había esperado durante días, la que juntaría de

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Cuentos para monstruos- Santiago PedrazaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora