Estampida

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La luna dijo algo, pero desde tanta altura, nadie logró escucharla. Un pequeño
charco de alcohol jugueteaba haciendo figuras en la mesa de madera. En aquella
casa, el desastre había decorado la cocina de una forma poco entendible. Al
mismo tiempo, una mujer empezaba a ignorar sus heridas corporales, pues en su
mente se había desatado una balacera. Sin tregua, ella clavaba su mirada furiosa
en un par de ojos visiblemente atemorizados.
«Mírame, ¿te parezco hermosa con sangre seca en el rostro? ¿Te deshiciste de
toda frustración al estampar tus puños en mi piel? “Amor”, así le llamaba a la
danza de mariposas en mi estómago. Amor le llamaba a tu sonrisa, a tus besos y
caricias espontáneas, hasta que me trajiste a vivir aquí, donde las hadas se
volvieron monstruos, y el final feliz se convirtió en un eterno episodio violento.
Pero yo era una idiota, realmente no conocí el amor hasta que lo miré a él, hasta
que lo tuve en mis brazos, hasta que lo alimenté, cambié sus pañales y contemplé
fascinada sus primeros pasos. A él lo amé de verdad, con toda la potencia que
podía ofrecer este menudo corazón. Su presencia era mi bálsamo, mi aliciente
para soportar tu odio de alcohólico y tus bofetadas de media noche. Él era lo
único bueno, y era tu costumbre quitarme todo lo bueno. Ojalá tu imaginación
pudiese darte una idea... una idea de esa sensación impotente que serpenteaba
por mis venas esa noche. Oír los gemidos de mi niño, afuera, torturado por el
frío, mientras yo, con el cuerpo molido por otra de tus palizas, no podía
levantarme de la cama para abrirle la puerta. Supongo que sus llantos fueron
misiles para tus oídos, supongo que tu resaca no te dio capacidad para tolerarlos.
Por eso lo sacaste de la casa, dejando que el clima helado y la desgracia se
hicieran cargo. Está de más decirte que te detesto, y que mi pecho está ocupado
por tantos sentimientos que ya no quedó espacio para la piedad. Él era mi vida,
él era mi dicha... él era más mío que tuyo»...
Las palabras intentaron salir en estampidas simultáneas, formando nudos en la
garganta del hombre que escuchaba atentamente los furiosos argumentos de la
mujer. Finalmente, hallaron orden y se deslizaron amargamente:
«Johana, bebé, tranquilízate. Escúchame bien, sé que no he sido lo que
esperabas, sé que he sido el hombre más estúpido, te he lastimado y me odio a
mí mismo por ello, pero debes tranquilizarte y por favor... por lo que más
quieras... por lo que más quieras en el mundo... baja el arma».

La luna se cubrió los oídos para evitar escuchar el monstruoso rugido que
provocó el dedo de Johana al presionar el gatillo...

Cuentos para monstruos- Santiago PedrazaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora