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Pone sus manos en cuenco, llenándolas de la fría agua que sale del grifo del lavabo. Era temprano, podía escuchar a los gallos cantar, a los pájaros piar y al viento aullar. Aquel baño era pequeño, gris y sin vida. Como toda aquella casa, era de decoración antigua, y Viktor sabía que a muchos le gustaba la rústica distribución mediterránea.

—¡Volkov! —Llama Conway desde el salón.

El ruso se seca la cara y se da un rápido vistazo en el espejo, viendo grandes ojeras debajo de sus ojos. No había dormido bien, aún rondaba la escena de ayer en su cabeza.
Tira de la puerta y sale del servicio, caminando hacia el otro.

—¿Quieres venir al mercado? Hay unas cosas que tengo que comprar—se ajusta la corbata negra en el cuello de su camisa.

El de pelo plateado se queda callado, observando cómo este se guarda dinero y atrapa un llavero. El oceanógrafo mayor se le queda mirando, con una ceja alzada, a la espera de que le conteste.

—Vale, vale—sacude la cabeza finalmente, yendo tras él.

Una matutina brisa refrescante les envuelve en cuanto ponen un pie fuera. Jack cierra la puerta, y caminan hacia alguna parte. Aquel pueblo era hermoso, tenía plantas y macetas allá por donde mirases. Las casas eran de ladrillo y madera, parecía un sitio de revista. Era exactamente igual a las imágenes del sitio web. Viktor observaba cómo podía ver a señores de mediana edad en sus pequeños campos individuales, junto a sus gallinas y a un labrador faldero.

—Tengo que encargar unas viejas reliquias. ¿Has ido alguna vez a un mercadillo de pueblo? —Habla el de pelo negro, caminando a su par.

El ruso desvía la vista de la mujer que acaba de sentarse en una silla fuera de su casa, aún cuando apenas es mediodía.

—No, en Rusia no se hace eso—niega también con la cabeza.

—Entonces va a sorprenderte. A mí lo hizo la primera vez—ríe con su grave voz.

—¿Cuánto dijo que llevaba aquí?

—Poco más de un año, se me ha pasado volando—suspira.

Siguen caminando durante un breve rato, hasta que llegan a lo que parece la plaza de la localidad. Innumerables mesas, con cientos de cosas sobre ellas. Está distribuido por secciones, desde baratijas y antigüedades hasta comida y ropa.

—Ve a dar una vuelta, yo voy a hacer lo que te he dicho—anuncia, yéndose sin despedirse.

Viktor se queda allí quieto durante unos instantes, viéndole irse. Luego, comienza a caminar por el lado contrario, justo donde hay tres puestos con el cartel "Des Livres", que, si no recuerda mal, significaba "libros". Los ojea por encima.

—L'argent des livres, c'est le don. (El dinero de los libros es para donarlo, señor.)

La mujer que está frente a él le sonríe mientras.

—Désolé, je ne parle pas français. (Perdón, no hablo francés.)

Fuerza una sonrisa, y la señora entiende al instante a pesar de su nefasta pronunciación.

—Entiendo, entiendo—carcajea—. Decía que el dinero recaudado será para la beneficencia.

—Oh—se sorprende, volviendo a mirar el montón—. ¿Tiene alguno relacionado con los mares?

—¿Es amigo de ese científico, no? —Señala a Conway, que desde lo lejos conversa con un señor.

—Algo así—no lo era, en realidad.

La mujer se va a otra mesa, buscando el que le ha pedido. Sonríe cuando da con uno que le podría interesar, y se lo lleva.

—Aquí tiene, está en inglés—señala—. Aunque creo que usted tampoco es británico ni americano.

Volkov niega levemente con la cabeza, cogiendo el libro. Mira la cubierta. "Leyendas del océano". No era justamente lo que buscaba, pero podría ser interesante. Saca el dinero de sus pantalones de vestir, y se lo tiende.

—Quédese el cambio—sonríe con la boca cerrada.

—Merci beaucoup, monsieur.

Aquello sí lo entiende. Sigue su paseo por el mercado. Poco a poco este va llenándose cada vez más. Finalmente, llega a la sección de frutas y verduras. Levanta la vista de la caja de cerezas. Sus manos casi dejan caer el libro que acababa de comprar cuando ve a unos metros quién es el que da la fruta a un niño. ¿Eso era real? ¿Estaba confundiéndose? ¿Fue un broma de mal gusto?

Sus ojos no podían despegarse de aquel perfil, que sin duda alguna pertenecía a la persona que vio ayer en la casa de campo.

—Tu veux quelque chose? (¿Quiere algo?)—Cuestiona quien tiene delante.

—No, gracias—ni siquiera se molesta en contestar en francés, solo se acerca al puesto  de al lado, donde se encontraba aquel chico de cresta junto a una mujer mayor.

Entonces, la señora se marcha hacia atrás para tomar algo de allí, y ahora su mirada recae en el niño y el anciano que conversan con el vendedor joven. Tienen una bolsa llena de manzanas rojas, y otra con varios racimos de uvas verdes.

—Tu es sûr? (¿Está seguro?) —Cuestiona el hombre, tendiéndole un billete, el cual rechaza el de cresta.

—T'en fais pas, c'est un cadeau. (Sí, sí, no se preocupe, es un regalo.)

El anciano junto al niño le agradecen, y se marchan. Viktor se había quedado allí quieto, observando la conversación. Su ritmo cardíaco de nuevo era acelerado, pero se sentía tranquilo a la vez. Su estómago da un vuelco cuando el chico de piel aceituna gira la cabeza, haciendo chocar sus ojos con los del ruso. Eran de una tonalidad verde, aunque en uno de ellos tenía una parte marrón. Por alguna razón, el biólogo se sentía conmocionado.

—¿Nos conocemos? —Interroga el vendedor, guardando las distancias.

Entonces, Volkov se aclara la garganta, notablemente nervioso.

—No, no. Perdone—mira hacia abajo.

Escucha la breve risa del desconocido, y hace eco en su mente. ¿Qué estaba pasando? Aquellas emociones parecían propias de un sueño.

—Eres extranjero—dice.

—Sí—se atreve a volver a encararle.

—Interesante—pronuncia para sí mismo, analizándole al completo.

Entonces, la mujer del fondo vuelve, con una caja llena de sandías. Sonríe al ruso, que también le mira ahora.

—Ya estoy, señor. No hablo muy bien inglés, ¿puede repetirme lo que decía? No le he escuchado desde atrás—comenta.

Viktor sonríe.

—Tranquila, estaba hablando con su-

Detiene la frase cuando señala el puesto en el que estaba el vendedor con cresta, pero ahora estaba vacío.

—¿Con quién? —Interroga la señora.

«¿Otra vez?», no sabía lo que pasaba. ¿Era un fantasma? No, no podía ser, había hablado con el anciano y el niño minutos antes. Pero entonces, ¿por qué todo era tan extraño?

Sacude la cabeza, sonriéndole forzosamente.

—Con nadie, da igual—niega. Observa la fruta—. Póngame un kilo de esto.

Take Me Back On The Way. ||AU Volkacio||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora