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Respira hondo en el asiento de su coche. Ya era de noche, y lo que estaba a punto de hacer no se le ocurriría ni al mas loco. Pero nunca había sido alguien miedoso, y ahora tampoco iba a echarse hacia atrás. Había encontrado la forma de adentrarse en aquel camino que tomó ayer sin dejar el coche en la carretera. Así que, ahora, con la trayectoria a pie delante de sus narices, sus nervios le estaban jugando una mala pasada. Pues ya había aparcado el vehículo a un lado, y hacía cinco minutos que estaba fuera de él respirando y alargando la llegada.

A lo lejos puede ver la cabaña en ruinas, que por partes estaba arreglada. Sus pies se mueven en el sitio, inquietos.

—Давай, идём. (Venga, vamos.)

Tras ese aliento propio, sus zapatos empiezan a mojarse débilmente por el rocío de la hierba que pisa. Como la vez anterior, mira a su alrededor. Cuánto más se aproximaba, más bello y cálido era todo. Tenía miedo, pero su curiosidad era mayor. Pronto le rodean unos altos árboles, de los que ayer no se había percatado. Frunce el ceño cuando ve algo brilla, y lo relaja cuando se da cuenta de que se trata de pequeñas luciérnagas que revolotean en grupo encima de las flores. No sabe cuánto tiempo exacto pasa, pero aquella puerta trasera de madera ya estaba a unos metros de él.

Aquel escenario parecía sacado de un cuento de hadas. Todo parecía tan irreal que podría ser un sueño. Uno cruel, y a la vez hermoso.

Coloca una de sus manos en la puerta, empujándola sin fuerza. Agradece el silencio. Se adentra a oscuras en la casa, repitiendo el mismo recorrido que la vez anterior.

—¿Los rusos soléis ser así de curiosos siempre?

Aquella pregunta le hace sobresaltar en su sitio, podría jurar que su corazón salía de su boca. Se voltea lentamente, viendo la apagada figura del chico de cresta. A medida que este caminaba hacia su posición, brillaba. «¿Estoy soñando?», no podía evitar preguntárselo.

—No, no lo estás—sonríe, a una mínima distancia del oceanógrafo.

Viktor, en su lugar, solo podía pensar que en ese instante ya no era dueño de sus emociones. Estas revoloteaban de la misma manera que lo hacían las luciérnagas de fuera: libres. Y es que, de nuevo aquella sensación cálida volvía a hacerle cosquillas en las puntas de sus dedos. Era de noche, estaba oscuro, pero podía ver su rostro con claridad. En aquel momento podía asegurar de que aquella expresión era digna de un ángel, aunque estos solo fueran propios de libros para niños.

—¿Qué eres? —Se atreve a preguntar en un hilo de voz.

La pequeña carcajada que da le hace temblar ligeramente.

—¿No es de mala educación preguntar eso, Viktor?

Su nombre sonaba como una melodía que no quería ni podía dejar de reproducir en sus pensamientos. Estaba completamente hipnotizado con la presencia de aquel ser, fuera lo que fuese.

—¿Por qué has vuelto? —Ahora interroga, mirándole desde la poca altura que tenía de desventaja con el ruso.

—No lo sé—responde como puede.

—Yo sí—sonríe de lado. Sus ojos bicolores lucían despiertos y llenos de vida, y a la vez faltos de algo.

Volkov traga con fuerza.

—¿Cómo te llamas? —Necesitaba respuestas. Todo era tan confuso.

—No hay prisa—baja la mira a su propia mano, subiéndola hasta tocar la del contrario, que estaba apoyada en el respaldo de una vieja silla rota.

Aquel leve tacto causa una luz cegadora, que hace que el de tez aceituna lo rompa, asustando por la nueva reacción. El de pelo plateado, en cambio, siente todo su cuerpo erizarse. Observa cómo el joven que tiene en frente sonríe, volviendo a unir sus ojos con los suyos.

—Vuelve a casa, Viktor. Es tarde—susurra cerca de él.

Y el nombrado no puede dar respuesta, pues se siente mareado. Toma un respiro y parpadea, pero para cuando lo hace ya está de nuevo solo. Esta vez, estaba seguro de que todo aquello había sido real, aún sentía su mano tocándole. Y, para el colmo, su corazón latía desbocado, prendado de aquel ángel.

Take Me Back On The Way. ||AU Volkacio||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora