Cuando una persona muere lo que realmente sucede es que su alma se separa completamente del cuerpo dejándolo atrás junto con todas sus pertenencias terrenales. Se dirige a la tierra de los muertos, donde será juzagada por Can, el jóven príncipe quién intenta calmar las almas más conflictivas para luego poder mandarlas al paraíso a descansar junto con su hermano gemelo Deen, el gobernador de los cielos. Ambos son hijos de la tierra y fueron dados a luz el mismo día en el cual fue creada. Desde entonces cumplen sus respectivos roles cada uno a su manera. En el caso de que Can falle y no pueda purificar dicha alma, se encierra la misma en las mazmorras mas profundas del inframundo por toda la eternidad. Deen, a diferencia de su hermano, recolecta las almas puras y libres del mal para brindarles felicidad y paz eterna.
En las tinieblas, donde el agua es el fuego y el aire humo, el príncipe de los muertos lleva monótonamente sus actividades a la perfección por más de milares de años, hasta que un día un alma revoltosa se escapa de las delagadas y bellas manos de Can al mundo humano. Semejante error no podía darse lugar, por ende rápidamente lo siguió pero antes de partir de su reino decidió cambiar su aspecto. No quería que nadie lo notara, pues detestaba a los seres humanos pero apreciaba demasiado sus almas. Dejó sus preciosas prendas rojo escarlata por un conjunto de cuero negro que resaltaba aún más su esbelta pero atlética figura que combinaba con su hermoso cabello dorado y su mirada negra pero penetrante como la noche. Una vez listo, conjugó un hechizo que abrió ante él un espiral púrpura que usaría como portal.
Al llegar al mundo terrenal, su fuerza decreció un poco pero eso no le impidió buscar al alma extravíada. Como buen demonio, poseía un agudo sentido del olfato similar al de los perros de caza que le permitiría encontrarlo facílmente en cualquier lugar, pero no entre los humanos. Le resultó agobiante y se frustró debido a las diversas fragancias femeninas que perfumaban el ambiente. Muchos de esos aromas que los hombres consideran afrodicíacos, para Can resultaba siendo una nube de gas tóxica que lo enfermaba de apoco. El olor a canela, lavanda y rosas le causaba náuseas y mareos pero él seguia adelante. Sin ayuda obviamente, se sentía como un ciego intentando caminar en línea recta. Le resultaba inútil pero aún no se daba por vencido.
Comenzó a recorrer todos los espacios abiertos de la ciudad, uno por uno. Esta tarea le hubiese resultado más simple si pudiese volar en público. Así dichos atributos no serían dados en vano a los dioses tanto del cielo como del infierno. Pero Can prefirió la caminata para no levantar sospechas. Él era consiente de la naturaleza humana, sabía perfectamente que la curiosidad de las personas traería más problemas que los que ya tenía. Por eso, cada paso que daba, lo sufría intensamente pero lo aguantaba, hasta que luego de haber estado paseando por alrededor de unas cuantas horas, era natural que le diera hambre. Los príncipes como él no comen cualquier tipo de alimento, son extremadamente elítistas y exquisitos. Pero particularmente este jovén, era el más selectivo de todos, tenía solo antojos por las uvas verdes sobre todas las otras delicias que se daba en alguno de sus días corrientes. Decidió que lo mejor para hacer en esas condiciones era comer pero recordó que el no manejaba dinero humano. En su reino ni en el de su hermano, no existen los billetes ni las monedas, por eso desconoce la estructura física exacta de dichas cosas. Aunque resulte contradictorio, el inframundo carece de tal objeto que trae caos y discordia a la población entera. Solo los humanos se manejan así, su codicía los lleva a la acumulación de estos bienes de cambio.
Con demasiada hambre, el estómago del elegante muchacho comenzó a rugir de tal forma que los transeúntes a su lado no tuvieron más opción que mirarlo disimuladamente porque estaban asustados, pensaban que un animal salvaje y furioso rondaba por las calles, al asecho de cualquier persona. Mientras vagaba por las amplias calles, un aroma lo envolvió suavemente. Eran uvas. Uvas verdes recién cosechadas para ser exactos. Esa sútil pero deliciosa fragancia le dio fuerzas a Can para mover su bello cuerpo al lugar del cual este olor provenía. Caminó varias cuadras hasta llegar a lo que parecía ser un mercado de alimentos. Él podía sentir dichos frutos en su boca, sabía que se encontraba cerca. Lo sentía en su piel, que se le erizaba solamente por pensar en eso. Finalmente, arrivó a destino. Un puesto precario pero humilde que vendía una amplía gama de frutas frescas recién lavadas. Una vez más, se sentía tan cerca y a la vez tan lejos de lo que anhelaba. Se quedó mirando fijamente las uvas que casi termina por perforarlas con su punsante mirada. De repente una dulce voz rompe el silencio que inundaba al pobre príncipe.
- Servite si queres, están muy frescas. Te van a encantar. Agarrá tranquilo.-
- Con permiso.- dijo Can y tomó delicadamente una uva sola y la colocó en su boca. Disfrutó cada mordisco y el jugo de la fruta endulzó su aliento y sus finos labios. No había nada más lindo que ver esa imagen. Hasta la joven dueña del pequeño puesto se ruborizó completamente. Nunca en sus 20 años de vida, había visto a un hombre tan atractivo como él. Se enamoró profundamente de su rostro perfectamente dibujado, sus ojos grandes y su esencia misteriosa.
- Espero que te haya gustado. Podes comer más si queres, no te preocupes.- dijo la muchacha.
- Gracias.- contestó el joven. No era un ser de muchas palabras, sus respuestas siempre eran cortas y consisas. Consideraba el habla como un gasto de recursos, por eso evitaba comunicarse. Solo hablaba cuando pensaba que era necesario.
Durante esa corta charla, él no le había visto el rostro a la muchacha. Cuando dirigió sus ojos a ella, se sintió raro por dentro. Fue algo que nunca había sentido. Su pecho parecía arder, tenía más calor que en el infierno mismo y le costaba apartar la mirada de ella. Había algo que lo cautivo. Su cabello largo, rizado y sedoso, su piel color marfil y sus ojos verde hoja, hacían que Can perdiera la cabeza. Generalmente él es calmado e indiferente, pero ella le generó esas extrañas y nuevas sensaciones. Aunque lo que realmente lo hechizó, fue su delicioso aroma. No le causaba arcadas, era una olor dulce, juguetón y encantador. Su naríz había tocado el paraíso y vuelto por primera vez.
- Dime tu nombre.- dijo Can.
- Dara, ahora dime el tuyo-
- Can-
Ahí terminó su segunda conversación pero no les pareció importarles. Estaban conformes solo con saber el nombre de cada uno. Eso bastaba. Después de eso en vez de intercambiar palabras como dos enamorados comúnes y corrientes, intercambiaban miradas y pícaras sonrisas el uno con el otro.

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El príncipe de los muertos
RomanceEl príncipe Can es el encargado de purificar las almas de los muertos y castigar aquellas que sean subversivas, mientras que su hermano Deen, gobierna el cielo. Así vivieron por millones de siglos hasta que un alma escapa del inframundo hacia el mun...