Sueños Capítulo 2: La sangre es más espesa que el agua

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                                                     Capítulo 2

                              

                       LA SANGRA ES MÁS ESPESA QUE EL AGUA

 

Mientras Ali, del sueño, daba saltitos divertida y entusiasmada, Alex había botado el oso de felpa que tenía y como un movimiento casi inconsciente, lanzó la mano al vacío, intentando agarrar al osito. No lo logró. Pero su mano fue a golpear la cajonera al lado derecho de la cama. Se despertó, para una de sus pausas habituales, ir al baño y demás…

Había soñado con algo, se dijo Alex, algo con… ¿puertas? ¿Qué? Dios, qué sueños más raros tengo. Lanzó un gran suspiro y caminó hasta la cocina. Tomó una botella de agua Dasani y luego caminó por la selva, a la que llamaban alfombra, hasta su cuarto… Pero no. Se quedó mirando la mesita de centro que tenían en la sala de estar, que era de vidrio. Todavía sorbiendo los mocos y sobándose los ojos, Alex se sentó en el sillón de cuero marrón de su sala. En la mesita había algo que llamó su atención: una granja de hormigas. Pero no era cualquier granja de hormigas.

Su memoria no era la mejor, pero lo recordaba claro. Esa granja de hormigas la cuidaron él y su hermana, de pequeños. ¿Tenían cuánto? ¿Ocho años, nueve? Siempre la había tenido cariño. Estaba hecha de gel y no era muy grande. Las hormigas jugaban a empujarse unas a otras, golpeándose y trabajando, siempre trabajando.

-¿Qué son éstas? ¿Arañas?- había dicho Alex en aquel entonces-

-No, idiota, son hormigas. Venga, que tú sí eres tonto- respondió Andrea-

Siempre tuvo ese peculiar acento enfadoso y regañón que nunca llegó a agradar a Alex

-¡¿Y para qué voy a querer hormigas?! Son feas

-No, qué va, si son lindas. Además, el abuelo nos la ha dado, así que hay que cuidarla…

A Alex se le borró la traviesa sonrisa que tenía en los labios. El abuelo…, pensó. Ese hijo de puta. Aún tengo marcas. Pero ojalá se esté divirtiendo allá, jugando póker con Hitler.

Alex se tocó, instintivamente, bajo el cuello a la altura de la clavícula. Tenía un pequeño agujero rojo, tatuado a fuerza. Ya no ardía, pero las memorias quedan.

Cuando era bebé, su abuelo, Michael Ros, parecía quererlo mucho. Pero esa imagen se fue desdibujando hasta un: ¿Me odia?, cuando tenía siete años.  Parecía uno de esos cabrones que están en un bar a los que no puedes mirar porque te darán con la botella en plena cabeza. Hablando de botellas, ¿mencioné que era alcohólico? Y no sólo le gustaba el rancio sabor de la cerveza, sino también el aroma del humo del cigarro. Y un día, un 14 de mayo de 2005, cuando su viejo abuelo lo llamó.

-¡Ali, ven! ¡Muévete!- gritaba el septuagenario, sentado en su mecedora, viendo la televisión-

Alejandro sabía muy bien a qué se refería. Traerle sus cigarros. En esa época le gustaban los Kent. Un amigo se los había dado como regalo y desde entonces no paraba de pedir que le trajeran unos desde Europa.

Alex se tardó encontrando los cigarros, pero los encontró. Se los llevó al abuelo.

 A Michael le gustaba llamarlo Ali, y al escucharlo incluso sus padres comenzaron a llamarlo así.

Michael sacó uno del paquete, se lo puso en la boca y lo encendió. Luego volvió a tomarlo entre los huesudos dedos y llamó a Alex.

-Ven aquí Ali. Tengo algo que mostrarte-

-¿Qué abuelo?- preguntó alegre Alejandro, el abuelo solía dar buenos regalos… como la granja de hormigas-

Michael le dio un regalo, claro que sí. Un moretón en el cuello.

Michael lo agarró del cabello negro y le alzó la mirada hasta que sus ojos se encontraron, y con la mano libre, la que tenía el tabaco, le quemó el pecho, cerca del cuello.

-¿Te gusta? No, ¿verdad? Pues para la siguiente te apuras haciendo lo que digo, muchacho de mierda-

No lo soltó aunque ya se había apagado la colilla en el cuello.

-¡No! ¡Mami! ¡Má! ¡Duele… no lo volveré a hacer, lo prometo! ¡Mami!

-Grita, Ali, grita hasta que la boca te sepa a sangre- dijo Michael, soltando carcajadas.

Sus padres nunca le creyeron, en especial su madre, Lucia.

«El abuelo, hacerte éso. ¿Estás loco?»

Su hermana nunca sufrió lo que Alex, pero supo que decía la verdad.

El abuelo murió dos años después, en el 2008, de cirrosis. Nunca hubo un día igual en la vida de Alex. Se sentía feliz. Se sentía libre. «Ya no más quemaduras, ya no más escupidas con ginebra, ya no más golpes, ya no más azotadas, ya no más Abuelo»

Pero no sería feliz sin una venganza, una victoria poética. ¿Cuántas veces lo había escupido? Eres una niña, Ali, un eunuco de mierda, decía Michael. Esa era su victoria. Cuando todos lanzaron tierra al ataúd del vejete, él escupió. Qué la pases bien, abuelito

Alex salió de sus recuerdos y se vio, absorto y con la mirada en la granja de hormigas en la que se reflejaba por el cristal. Se levantó del sillón. Caminó hasta donde la puerta de su hermana, aún salía luz por el tragaluz en la cabecera de la puerta. ¿Entro? ¿Para qué hacerlo? Quería a su hermana y respetaría su intimidad. Si no abría la puerta cuando el tocara sólo una vez, el no entraría.

«Knock…» No abrió.

Caminó hasta su cuarto, vio el peluche botado en el piso, estaba deshilado y aplastado, pero qué más da. No era tiempo para ocuparse de éso. Lo guardó en la cajonera y durmió. No volvió a soñar con puertas esa noche. Pero, a no mucho de allí, una pala estaba botada en el suelo y una sombra en el piso. La sombra parecía gritar. No, no lo hagas.

No fue hasta un tiempo después que Ali supo quién era esa sombra. Pero eso no era lo importante. Alex tenía un nuevo mensaje, un mensaje de Camila. Quizá ella sepa qué son las puertas 

Hola AlexDonde viven las historias. Descúbrelo ahora