Los malditos

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Es extraño el haber encontrado este mausoleo, en Latinoamérica no es lo común. Sin embargo, este es un cementerio antiguo de la época de la colonia, cuando era habitual poseer criptas familiares siguiendo la tradición de los europeos conquistadores. Y yo, europeo como soy me vi seducido de inmediato por este lúgubre escondite donde me encuentro desde hace varias noches ya.

¿Podría decirlo? Tiemblo de solo pensar en lo que me espera.

Lo diré: tengo miedo. Pavor.

Curioso, ¿no?

Un vampiro antiguo como yo, un ser oscuro hijo de las tinieblas destinado a esparcir muerte en la tierra, me estremezco al pensar en lo que hay afuera. Aquella que me busca sin tregua. Tal vez aquí, entre polvo y huesos de muertos tenga algo de tiempo. Aquí, alumbrado apenas por la luz de la luna que se filtra entre las rendijas pútridas de esta tumba, escribo sobre una hoja manchada de barro con la esperanza de que alguien comprenda el horror que ella entraña.

¡Maldita sea la curiosidad que me trajo hasta aquí, a estas tierras calurosas de calles polvorientas!

¡Ah, pero que delicia la sangre caribeña! Es tan fácil seducir y dejarse seducir por esta gente alegre y sencilla, tan diferente de la frialdad e indiferencia europea. Cansado de siglos de lo mismo no pudo evitar querer probar cosas nuevas. ¡Y valla que encontré cosas nuevas!

Ella era una hermosa campesinita que vivía con su taíta, como le decía a su padre, un señor ya bastante entrado en años. Habitaban una precaria construcción de barro y techo de palma. Al frente tenía un chinchorro donde siempre se podía ver al padre conjurar los dolores de la reuma como él llamaba a sus padecimientos. Dulce María de todos los Ángeles —así se llamaba mi campesinita—, se la pasaba atrás en el pequeño conuco familiar, a veces sembrando yuca y cosechando tomate y otras dándole de comer a la gallinas.

¿Os dije que era preciosa mi campesinita? ¿No? Pues, dejadme deciros que era preciosa.

Yo acababa de llegar a estas llanuras ardientes donde los árboles parecen sudar al fragor de la jornada, cuando al pasar al final de la tarde montado en mi caballo frente a la humilde choza la vi. Fresca, alegre, hermosa y en este frío y seco corazón algo reverdeció. Quise probar la dulzura que parecía cubrir la piel canela, oler el humo de la leña en los negros y rutilantes cabellos, saborear el jugo de la granada en esos rojos labios.

¡Y fue tan fácil hacer que olvidara su honradez y lo que le había enseñado el cura en la polvorienta capillita del pueblo durante la misa dominical!

Dulce María se me entregó y os diré que fue una de las experiencias más deliciosas que he tenido en todos mis siglos de eternidad. ¿Cómo evitar visitarla cada noche bajo la luz de las estrellas, de ese cielo que parece más grande y más hermoso en estas tierras? Me alimentaba de ella y la llevaba al éxtasis. Mi hermosa niña no se había dado cuenta de lo que yo era hasta que un ente maligno comenzó a crecer en su vientre.

Su taíta a pesar de los achaques se daba cuenta que su "honrada" hija recibía una misteriosa visita por las noches. No estaba desencaminado el viejo, pues le decía que su nocturno visitante era un demonio. El anciano tomó la manía de atormentar a la muchacha con historias de maldiciones horrendas que caerían sobre ella por engendrar lo que él llamaba era el hijo del diablo.

A pesar de conocer todo esto, de saber lo mal que ella lo pasaba, yo no quería privarme de las dulce mieles que mi novia mortal me regalaba. Sin embargo, decidí abandonarla poco antes del parto.

Supongo que el dolor de saberse abandonada, además, de todas las historias macabras que el viejo le había hecho creer la llevaron a perder la cordura. Una noche sin luna en la que solo se escuchaba el canto de las chicharras y el aullar de los perros callejeros, Dulce María de los Ángeles tomó el cuchillo con que degollaba a las gallinas y mató a su propio bebé.

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