Alberto

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Alberto (22)

        A veces uno tiene mucho que decir, pero al momento de comenzar a hablar se te olvida todo y terminas contando algo nada que ver. Eso me pasa a mí. O por lo menos eso es lo que  siempre digo cuando me obligan a hablar.

        Simplemente no tengo nada que decir. “¿Cómo es posible?”, salta alguien. No es que me quede en blanco o sea tímido. ¡Solo no puedo contar nada!

        Solo tengo 22 años pero me siento un anciano. He pasado toda mi vida en mi casa, debido a que he tenido que cuidar primero de mi abuelo, luego de mis hermanos menores y ahora de mi madre. Con solo diez años aguantaba los gritos del viejo cascarrabias, que a las seis de la mañana en punto colocaba su radio AM para escuchar cueca y me pedía que le llevara Las Últimas Noticias. Yo me ponía un pantalón de buzo sobre el pijama y corría al kiosko a comprar el diario y, si tenía suerte, él se olvidaba de pedirme el vuelto.

        En octavo básico, recuerdo, decidí postular a un liceo emblemático, porque pensaba que así podría pasar más tiempo fuera de mi casa debido a que vivo en la periferia de Santiago. Para poder dar el examen de admisión, debía estudiar por mi cuenta porque en mi colegio de población aún veíamos contenidos de hace dos años. Me pasaba las tardes leyendo por mi cuenta y haciendo ejercicios de matemáticas, mientras mi abuelo hacía escándalos por nimiedades como que en el diario no iba la tira de Condorito o porque no le gustó una noticia en el noticiario.

        El día anterior al examen, lo recuerdo con lujo detalle, se quejaba de que hacía demasiado frío. Mamá estaba por llegar del trabajo, así que tuve que encargarme de arroparlo con chales y mantas, pero no fue suficiente. En cuanto se calmaba, volvía a gritar que lo estábamos matando de hipotermia. Incluso me subí al entretecho para sacar algunas frezadas y chalecos, que tuve que colocarle con dificultad. Cuando por fin se durmió volví al estudio, solo para ser interrumpido por sus quejas. “¿Qué quieres ahora?”, le pregunté en voz alta para que me escuchara. “Me ahogo”, me contestó a gritos. Harto, le quité todas tapas y lo dejé solo con las prendas que llevaba en el cuerpo. Mis hermanos se habían despertado por lo que tuve que ir a calmarlos. Cuando volví, mamá había llegado y se encontraba gimiendo en el suelo y mi abuelo chillaba tan fuerte que pensé que tenía un ataque. En cuanto  ella me vio, me tomó del pelo y me arrastró hasta el jardín. “¿Cómo se te ocurre matar de frío a tu abuelo? Verás lo que se siente”. Y así me quedé. Toda la noche afuera, tiritando y sin poder dormir. Horas después, decidí quedarme despierto para no quedarme dormido después de la hora en la que debía salir de mi casa, pero finalmente no pude aguantar.

        Después de perder la oportunidad de mi vida, me llené de odio hacia mi abuelo. A mi madre no la culpé, ella trabajaba todo el día y no sabía como era su padre conmigo. Cuando meses después él murió de una neumonía, no pude evitar alegrarme por dentro. Pero me duró poco la calma, ya que mamá me echó la culpa de su muerte. Probablemente ese fue el momento en el que mi vida quedó marcada para siempre, ya que ella no volvió a hablarme.

        Uno de mis hermanos logró entrar al liceo al que no logré postular y apenas cumplió dieciocho años se fue de la casa. Mi madre lloró por días mientras me miraba con rencor, como si yo fuera culpable también de ello. Lo único que hice fue obligarle a estudiar y recordarle que debía entrar a la universidad para poder sacarnos a todos de la pobreza, pero no lo hizo y el resto nos quedamos pudriéndonos en la marginalidad.

        Ya paso los 20 años, pero no seguí estudiando, nunca he pololeado y no tengo amigos. Mi vida consiste en atender el almacén que mi madre colocó con el dinero de su pensión luego de que no pudiera seguir trabajando por su avanzada diabetes. Ella se pasa el día mirando la televisión, la teleserie de la tarde, la vespertina y la nocturna, sentada en un sillón que abandona solo para ir al baño. Grita igual que su padre cuando el timbre del almacén suena demasiadas veces al día, ya que espera que yo esté todo el día en el mesón, sin comer ni mear. Se niega a dejarme una televisión acá así que solo puedo escuchar la radio, la vieja radio de mi abuelo, mientras veo pasar mi vida.

        Mi única esperanza es esperar. Mi hermana de dieciocho años se irá el próximo mes a vivir con su novio que la embarazó el año pasado. Tendré tiempo y total libertad para, lentamente, echar cada día un poco de Tanax al té de mi madre, y sentarme a esperar.

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