Capítulo 8

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Capítulo VIII

–Si te gusta la oscuridad, disfrútala esta noche. Será la última vez que la contemples como la conoces– En mi sueño la voz de Diego sonó profunda y tenebrosa, resonando con ecos vibrantes dentro de mi oído. Los últimos días no había tenido pesadillas pero al despertar tan de repente me pareció que acababa de tener alguna, aunque no lo recordara con claridad.

Tenía la cara empapada de sudor y el corazón me golpeaba agitado. Sentándome sobre la cama respiré a grandes bocanadas. Me sentí estúpida, no había motivos verdaderos para angustiarme, era mi hermano con quién había soñado después de todo y lo que me decía no era de gravedad. Tuve sin embargo curiosidad por descubrir lo que mis nuevos ojos verían entonces en adelante.

Sabía que aún faltaba mucho para el amanecer y a diferencia de la del sol, la luz de la luna nunca me dañó durante la delicada etapa que estaba a punto de superar al fin. Cuidadosa me fui hasta la ventana y me escurrí por debajo de la cortina para ver afuera. El viento frío azotó mi cara haciéndome estremecer, pero acalorada como estaba, la sensación era agradable. Aspiré aún más profundamente que antes, oxigenando mis pulmones y meditando en aquellas palabras con las que acababa de soñar. Miré hacia el prado que reposaba tras la casa, mi vista aún no me permitía distinguir mucho por entre las sombras, sólo reconocía las difusas siluetas de los árboles y arbustos que nos rodeaban. Suspiré. ¿Extrañaría la oscuridad cuando hubiere cambiado mi percepción de ella? Claro que sí.

Me recosté sobre mi pecho en el balcón mirando hacia la negrura, era una noche hermosa. Bajo los árboles reinaba la penumbra espesa y por sobre ellos los destellos de un fulgor plateado me sugerían que la luna brillaba en lo alto con fuerza. Decidí salir a mirar. Tomé una bata larga y la lancé sobre mi espalda. Salí de mi habitación y al pasar por frente aquella en la cual Diego dormía al visitarnos, vi que estaba vacía. Había salido. Elizabeth tampoco estaba. Como al atravesar la sala no advertí a Athir en ningún lado, imaginé que descansaba. Los vampiros no dormían más que cada tres, cuatro, o hasta cinco días, probablemente ya le correspondía. Salí de allí bordeando el jardín delantero para llegar al claro, el suelo estaba cubierto de hojarasca húmeda que hizo muy poco o ningún ruido al pisarla. Tras sortear unos cuantos robles, las copas vegetales se abrieron finalmente, dejándome contemplar el incandescente astro que se vanagloriaba orgulloso de su círculo perfecto. Me senté sobre el césped escarchado para verle mejor. Detrás de sí, algunas estrellas parecían intentar imitarle con timidez pero no se atrevían a brillar con fuerza, sabían que no le ganarían. Sin embargo a unos cuantos metros, algunas sí que estaban dispuestas a dar el todo por el todo, desplegaban impetuosas toda su energía para centellear a su máxima intensidad. Me eché de espaldas totalmente.

De pequeña, Diego me hablaba constantemente acerca del espacio y las estrellas. Me contó que según su temperatura, éstas podían ser blancas, amarillas e inclusive rojas, y que su longevidad dependía de su tamaño y la velocidad con la que estuviesen consumiendo los elementos de los que están hechas. Las estrellas pueden morir de dos formas: Bien podrían enfriarse y desaparecer, o bien estallar en una súper explosión capaz de extinguir todo a su alrededor. Fascinante. Me gustaba conocer algún que otro detalle curioso, pero era a mi hermano a quién le apasionaba el tema en verdad. Todo aquello relacionado al universo, vida en otros planetas, viajes en el tiempo y otras dimensiones, ésas eran sus obsesiones favoritas... para mí, esto último no eran más que tonterías. Sonreí al descubrirme haciendo gestos de negación ante sus barbaridades. Empezaba a sentir frío, por lo que me incorporé y volví a la cama. Así, muy pronto me hube sumergida de nuevo en mis más profundos sueños.

 Así, muy pronto me hube sumergida de nuevo en mis más profundos sueños

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Cambio de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora