Una mirada en la oscuridad.

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En nuestra sociedad el matrimonio era algo que había ido cambiando con el paso de los años. Al principio las mujeres teníamos menos opciones, destinadas a estar bajo el yugo masculino, corríamos a escondernos bajo la mesa del hombre, complacidas de estar seguras del mundo exterior, aunque no felices, pues seguíamos siendo propiedades. El matrimonio era un acuerdo, la mujer se entregaba, el hombre la recibía. Con el tiempo ganamos liderazgo en muchas áreas de nuestro pueblo, éramos nosotras las que cosíamos las telas que conformaban las velas de nuestros barcos, sin las cuales los primeros vestigios de nuestra cultura jamás podrían haberse hecho camino a través de la historia, nunca habríamos conquistado imperios, ni tampoco nos habríamos cubierto de riquezas. Empezamos a colarnos en los comitatus de nuestros jefes y reyes y con la muestra de que nuestra fortaleza no solo era igual a la de ellos, sino que también podía superarla, nos ganamos el respeto y la consideración que nunca antes habíamos podido disfrutar. Era cierto, aún era difícil para nosotras, teníamos que trabajar más duro y tener mucha más templanza para ser tomadas en serio. Pero desde todo aquello, podíamos escoger a nuestro compañero de vida, no solamente por conveniencia, sino por amor. El matrimonio era un acto que necesitaba la elección de ambas partes de prometer lealtad y respeto para siempre. Mis padres influenciaron en los cambios de este compromiso, su historia había sido de las más aclamadas, todos querían saber más y más de aquella relación que había propasado cualquier tormenta. Desde pequeña siempre me había gustado escucharles hablar del amor libre, y que cuando este llegaba lo sabías, porque estabas dispuesto a contradecir a tus propios dioses y romper cualquier tradición, regla o expectativa. Todo aquello fue lo que me dolió de la situación, siempre pensé que me dejarían elegir, que al igual que ellos podría conformar mi propio destino. Mi corazón estaba roto, notaba una sensación de quemazón en la garganta, quería huir, quería correr hasta que solo sintiese el corazón.

-¿Lo estás pasando bien?

La pregunta de uno de los chicos del grupo que mi padre me había presentado me sacó de aquellos pensamientos, aunque la sensación no desapareció. Me fijé en él, debía tener unos veinte años, llevaba el pelo trenzado y varias runas en el cuello. Su aspecto era tosco, estaba lleno de cicatrices, y sus ojos oscuros ya contaban historias de guerra.

-Genial -murmuré mientras agarraba el vaso con mas fuerza.

Podría haberme marchado, quería hacerlo, pero estaba paralizada. Mis piernas se debatían entre la responsabilidad, la desesperanza y la rabia. Con todo esto, no pude dar un solo paso.

-Todos hablan muy bien de ti... Quería conocerte desde hace tiempo.

Repentinamente sentí un impulso, me quedé mirándole fijamente.

-¿Ah, si? ¿Y qué dicen?

Se puso nervioso, las piezas empezaban a caerse dentro de ese diálogo que ya habría ensayado mil veces aquel día.

-Pues, hablan de tu asombrosa belleza, de tu inteligencia y fuerza. Siempre he oído que tienes lo mejor de tus padres, lo mejor de cada uno.

Le di un trago al vaso, pero finalmente me lo terminé de golpe antes de contestar.

-Sí... -sentía rechazo ante su adulación

-Soy incapaz de encontrar defectos a nuestros reyes, los admiro demasiado. Ellos han hecho tanto por nuestras tierras, por nosotros.

Dirigí mi mirada hacia mis padres, hablaban con un grupo de personas, mi padre estaba recto pero tranquilo. Manejaba la situación, siempre lo hacía. Mi madre se mostraba radiante y segura de sí misma, ella aportaba una nota de esperanza al ambiente. Todos querían algo de ellos. El chico con el que hablaba ya se veía en aquel trono, podía sentir como sería cuando se sentase al lado de mi padre, cuando fuese uno más. Lo sabía por el brillo de sus ojos, y por cómo le temblaba sutilmente el labio inferior, que relamía ligeramente de vez en cuando, como si ya estuviese saboreando las mieles del poder.

Una predicción maldita 2 |EN PROCESO|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora