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Nicholas

No me tembló la mano al apretar el gatillo, como siempre. Me sorprendía la facilidad con la que podía soltar aquello sin que ninguno de mis músculos me traicionase.

Cuando hablo de gatillo, lo hago de una forma metafórica. Nunca empuñé un arma y esperaba no tener que hacerlo nunca. Aquello no iba conmigo, a diferencia de lo que pensaba toda la ciudad sobre mí.

Eran rumores tontos, pero rumores que me habían posicionado donde estaba. No me quejaba.

Mi mayor arma, la más fuerte y mortal, eran mis palabras. Sabía cómo quebrar a una persona a base de manipulaciones y afirmaciones bien formuladas. Podía saber cuándo me mentían y cuando no. Podía sacarles la verdad con una sola mirada y con las palabras correctas.

Claro que aquello llevaba un tanto de investigación previa, conocer a la persona, sus contactos, su familia, su pasado, presente y su jodido futuro. Yo lo sabía todo. Nada se escapaba de mi conocimiento.

El tipejo frente a mí temblaba como gelatina. El muy imbécil se había querido propasar con una de mis chicas. ¿Es que no sabía que a mi gente no se le tocaba ni un puto pelo? Era mejor que se vaya enterando.

Solo había bastado mencionar el nombre de su querida esposa para que comenzara a chillar como un bebé. ¿Qué pasaría por su cabeza? ¿Esperaba que lo amenace con revelar sus infidelidades? No... No lloraría así.

De pronto me dio ternura ¿Pensaba que la mataría? Bueno... aquello era erróneo, pero él no tenía por qué enterarse. Había ciertas cosas, ciertas reglas, que yo mismo me ponía. Quizás por necesidad de equilibrar mi karma, aunque la verdad es que yo ya estaba condenado al infierno hace mucho, ya estaba tapado en mierda. Pero allí estaban mis reglas, aquello que, quizás, aún me mantenía cuerdo. Una de esas reglas era no matar inocentes, ni mandar a matarlos.

Sabía de otros de mi misma índole que se deshacían de una familia completa solo por saldar deudas. Yo no era así. Solo me cargaba al culpable, aunque casi nunca lo hacía por mis propias manos. He aquí que nunca cargué un arma de fuego.

Tampoco es que lo necesitase. Tenía guardaespaldas y en un combate mano a mano prefería usar mi fuerza. Después de todo, había empezado como boxeador antes de meterme en este mundo oscuro que parecía no tener otra salida que la muerte.

—Que le quede claro que con mi gente no se jode, y luego déjenlo ir—. Ordené a Lucas. Él asintió con una sonrisa en su rostro. Le gustaba la violencia. —Y no vuelvas a tocarme los huevos, Robbinson—. El viejo decrépito asintió nervioso, seguía temblando miedo. No perdí más tiempo con él y salí de aquella habitación. Aún tenía muchos asuntos que arreglar antes de dar mi día por terminado.

La llamada con el cartel español se había extendido mucho más de lo que pretendía. Tenían muchas más condiciones y pedidos de los que yo estaba dispuesto a ceder. Si querían meter su mierda en mi ciudad, entonces debían aceptar lo que yo estaba dispuesto a dar, no más.

—De ninguna manera—. Interrumpí a quien hablaba. —La coca y la marihuana ya es un tema tajado. Lo único que pueden vender será LSD.

—LSD y crack—. Insistió. Respiré hondo, el español me estaba sacando de quicio.

—LSD y cristal. Y se acabó—. Escuché un suspiro del otro lado.

—¿Quién está con LSD y cristal ya?

—LSD no lo tiene nadie. Cristal lo tiene el cartel del sur. Pero no se meterán con ustedes, su fuerte son las anfetas—. Les aseguré.

—Hecho.

INFERNO || +21Donde viven las historias. Descúbrelo ahora