Verano de 1985, 9 años

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Recuerdo los bellos valles en la montaña, aquellos paisajes de la pre cordillera con olor a pino. Siguiendo el camino de tierra llegabas al río Claro, totalmente repleto de agua helada en la que yo y mis primas nos bañábamos cada día en nuestras visitas de verano a la cabaña. Recuerdo a mi madre, quien junto a mi abuela y a mis tías se levantaban temprano a preparar el desayuno, y que cada tarde se juntaban en los lavabos a lavar nuestra ropa con sus propias manos. Recuerdo cómo, cada vez que volvíamos del río debíamos lavarnos los pies con agua fresca del lavabo porque la arena y la tierra se nos quedaban entremedio de nuestros dedos. Era sumamente incómodo. Recuerdo acostarnos tarde porque mis tíos y mis primos nos quedábamos charlando en la fogata a la mitad de la noche, hasta que me daba sueño y me tenían que cargar hasta mi cama. Recuerdo las mañanas heladas, llenas de rocío, en las que debíamos salir abrigadas solo para cambiarnos a ropa de verano un par de horas más tarde, cuando salía el sol. Me encantaba ir a la larga mesa afuera de la cabaña para sentarnos todos y tomar té caliente con tostadas. Recuerdo a mi madre haciendo mis tostadas como a mí me gustaban, con mortadela y mucha margarina. Éramos muy humildes. En ese entonces yo tenía 9 años y adoraba el bosque, el sonido del río y los grillos en la noche. Todas las noches nos alejábamos de la luz y veíamos las estrellas, que brillaban intensamente. De vez en cuando veíamos la sombra de los murciélagos pasar por entre la luna. Era maravilloso.

Todo eso lo hacíamos cada verano por una semana, a veces dos. Para mí, eran las mejores semanas del año. A veces salía a caminar por cerca de la cabaña, a mi madre no le gustaba porque al lado había cabañas vecinas con otras familias y le aterraba que me hicieran algo, o que me perdiese. A mí me daba igual, estaba demasiado metida entre mis pensamientos como para que me importase. Fue así mismo como conocí a la señora Inés, una anciana de ojos azules y cabellera plateada. Era hermosa. Recuerdo estar caminando entre las hojas caídas de los árboles cuando la vi sentada a la sombra de un pequeño pino, tejiendo. Me fascinó el ver cómo movía los palillos con sus manos de manera rítmica, entrelazando la lana, formando un telar con un bello y colorido patrón. Me quedé mirándola un buen rato cuando de pronto ella alzó la vista y me vio. Estaba preparada a salir corriendo, su mirada era algo fría. Pero luego en cosa de segundos, su rostro se transformó en una cara dulce. Yo estaba algo confundida, entonces ella levantó el telar y me lo mostró, era una hermosa bufanda de colores. Luego me acerqué lentamente, aun algo nerviosa, y toqué el telar. Sentí lo áspero pero suave de la lana en mis dedos, estaba asombrada, nunca había visto a alguien crear una prenda tan hermosa. Entonces ella dio una pequeña risa, creo que me encontró algo adorable.

-¿Te gusta?- Me preguntó gentilmente.

-Si...- Yo aún estaba algo nerviosa.

-Es para mi nieta, hija de mi hijo, el que está allí.- Señaló para atrás y yo alcé la vista para ver a un caballero a la distancia, era alto, con pelo largo y algo de barba. Me quedé callada, mirando al suelo.-Eres algo tímida, ¿verdad mi niña?- Me encogí de hombros, y ella dio una gentil risa.- Te diré algo, ella no está aquí ahora, pero te daré esta bufanda si me dices tu nombre.- La miré, sorprendida y respondí.

-Lily.

-¡Ese es un muy lindo nombre!- Sonreí.- Yo soy Inés. Ahora ten, mira que en las mañanas hace mucho frío y no quisiera que te resfríes.-Sonreí aún más y tomé la bufanda, fue un momento muy alegre para mí.

-¡Graciaaaaas!- Le respondí, riendo. Escuché a mi madre llamar mi nombre, entonces me despedí de la señora Inés, y fui corriendo a nuestra cabaña, que quedaba solo a una de distancia.

Al llegar, mi madre estaba claramente preocupada, a mí no me importó, estaba feliz por mi bufanda nueva. Llegué a contarle con mucha emoción sobre mi nuevo regalo, pero ella me miró y me dijo que no debía alejarme, porque si lo hacía, ella no sabría qué hacer si me pasa algo. Entonces me preguntó de dónde saqué la bufanda que traía. "¡Me lo dio la señora Inés!" respondí entusiasmada, como si ella supiera quien era "la señora Inés". Entonces la señalé, y a la distancia la anciana saludó con la mano a mi madre, a lo que ella le sonrió, y luego se volteó hacia mí. "Sabes que no debes hablar con nadie sin que estemos nosotros contigo", me dijo, yo miré al suelo y le pedí disculpas. Ella me tomó de la mano, y caminamos hacia la mesa para tomar once, entonces me preguntó: "¿Y le diste las gracias?". Yo la miré y le dije que sí. En ese entonces yo no entendía por qué se preocupaba tanto, pero ahora lo veo. Hay cosas que una persona nunca entenderá si no es lo suficientemente madura, pero los años van entregando un cierto nivel de conocimiento y experiencias que a fin de cuenta nos hacen darnos cuenta de las cosas. Agradezco cada vez que mi madre se preocupó por mí, pero también agradezco todas las veces que iba a ver a la señora Inés.

Siempre nos recordaréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora