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Londres, 1882


Peeta Mellark era, como poco, el hombre más descarnadamente calculador que Inglaterra había visto forjarse en la última década.

Iniciaba la cuarta temporada desde que logró imponerse, con su afamada brutalidad, sobre la banda de almidonados con abolengo que aún hoy lo miraban recelosos, y eso quería decir que eran muchos años los que llevaba invirtiendo en palomas mensajeras. Esas que revoloteaban ojo avizor por los salones de las altas esferas,a los que Peeta no podía acceder, interceptando los movimientos y comportamientos excepcionales que pudieran tergiversarse y convertirse en un escandalo.

Historias varias, que iban desde un patético beso robado a una debutante en la oscuridad de un invernadero abierto al público, hasta la ruina económica del que fue un buen partido en el beau monde, llegaban a oídos del que llamaban «diablo». Los chismosos, ocultos estratégicamente incluso en los escarpines de las damas, corrían más tarde a comunicarle al propietario del tridente lo recién descubierto. El empresario no solo se pirraba por un buen cotilleo, sino que amenudo, si le interesaba el pecado cometido, hacía algo al respecto: se presentaba con la tentación de un suculento incentivo ante los caídos en desgracia, y generalmente se salía con la suya.

Estos ofrecimientos oscilaban entre inversiones en su próspera empresa naviera, que no dejaba de ganar socios por minuto, o una noche en su cama, siempre y cuando los creyera rentables como inversores o, en su defecto, como amantes. En definitiva, Peeta Mellark había comprado los oídos de media población londinense para estar al tanto de todo lo que sucedía alrededor, e intervenir tras estudiar las ganancias de una posible propuesta. Así, teniendo a quienes lo hicieran por él, no le hacía falta preocuparse por ninguna cuestión que no tuviera que ver con el deleite personal, lo que se traduce en que se dedicaba enteramente a sus finanzas, al placer carnal y a inventar nuevas formas de hacer trampas al póquer. Sin embargo, en los últimos días, se había estado hablando de un asunto que le concernía, y del que solo él mismo en persona podía encargarse. Un asunto que,tras estrechar manos con el prestigio, decidió apartar a un lado temporalmente mientras llegaba la otra parte del que sería un acuerdo glorioso: el que terminaría de hacerle popular y envidiado. Como era lógico, Peeta no podía hacer oídos sordos a las habladurías, y menos cuando las voces que se alzaban provenían de notorios personajes a los que deseaba ver tragándose sus comentarios malintencionados.

En pocas palabras, un ángel acababa de ser presentado en sociedad. Lord Aldridge decía que la muchacha hacía temblar las piernas de los hombres con su sola aparición; el marqués de Weston, aquel desgraciado de cara avinagrada, había sonreído un total de tres veces al mantener una conversación con ella; eincluso el duque de Winchester acababa de proclamar entre sus familiares, en quienes no debería haber confiado si quería que siguiera siendo un secreto, que pretendía pedir su mano en matrimonio porque le había robado el corazón.

¡Todos los temibles crápulas de Londres suplicaban redención en los brazos de la muchacha, cuya belleza comparaban con la de la mismísima Virgen! Blasfemias llenaban las bocas de los consagrados a la clerecía, mientras los escéptico a aseguraban haber visto el cielo abierto al besar sus nudillos. Aunque Peeta sostenía que aquello eran paparruchas, tenía que hacer las paces con sus recelos para asimilar que, si todo Londres se había vuelto loco con  la presentación de la jovencita, era porque debía ser todo un portento. Sinlugar a dudas, aquel sin número de hipérboles sobre sus encantos había terminado despertando su curiosidad, lo que ya era una hazaña en un individuo de la talla de Peeta Mellark, a quien nada le impresionaba. Y pese a importarle un rábano la grandeza femenina si no era para corromperla, Peeta se alegró fervientemente de que existiera una criatura capaz de poner a sus pies a toda aquella cuadrilla de palurdos empolvados. Porque eso significaba que había llegado la hora de casarse, destrozando así el corazón de todo varón orgulloso de considerarse inglés.

Ángel o Demonio.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora