Katniss Everdeen era la mujer más aburrida que había tenido la fortuna -o la desgracia, puesto que aún estaba por aclarar si debía dar las gracias o ponerse a llorar- de conocer. Pasaron los casi tres días de viaje a Escocia en completo silencio, y no fue porque Peeta no hubiese intentado proponer interesantes temas de conversación. Cierto era que no quería una esposa para complacerla o iniciar una bellísima amistad eterna; solo la quería para pavonearse delante de los petimetres con los que competía y tener un puerto seguro donde atracar cuando no le apeteciese desplazarse al burdel. Pero le parecía ridículo que no hubiera mediado palabra desde que salieron de Londres. Como gran parte de los que pudieran considerarse hombres, no soportaba los interminables y molestos parloteos a los que las féminas solían someterle; aveces para sonsacarle algún secreto que mereciese la pena divulgar, y otras simplemente para contarle pamplinadas acerca de vestidos y otros enseres que a él no le interesaban ni para arrancarlos. Su lado racional, pues, agradecía que Katniss no formase parte del club de cotorras incansables. No obstante, como todo ser humano -y aunque Peeta en concreto lo fuese en menor medida que el resto-, también tenía sus preferencias irracionales, y no habría estado mal que no lo condenase al silencio durante casi setenta y dos horas. Era una absoluta tortura para él, que necesitaba vomitar su sarcasmo antes de que se pudriera dentro de su cuerpo. A esas alturas, sus ironías por pronunciar debían oler a perro muerto. Por supuesto que no echaba de menos ni su voz ni sus contestaciones. Le molestaba la huelga de palabras porque la consideraba una digna conversadora. Claro que no era rival para él; apenas lograba seguirle el ritmo a sus comentarios descarnados, y muchas veces parecía perder el hilo... Pero cuando lograba concentrarse en su interlocutor y entender lo que decía, podía dar respuestas que contarían con el aprobado. Sí, su charla era algo mediocre, pero no podía pedir nada mejor para un viaje de tres días. Pudo, al menos, aprovechar para fijarse algo más en ella, y reconocer para sus adentros unas cuantas premisas que creyó falsas. Sin duda, era bonita. Lo que la afeaba era esa irritante expresión a caballo entre la indolencia y la confusión, que no quitaba ni con chistes ni con insultos, ni seguramente bajo ningún tipo de coacción. Parecía no sentir ni padecer nada, por no hablar de que sus ojos tampoco daban pista alguna de lo que pudiera haber en su cabeza. Peeta no iba a quebrar la suya o correr detrás de la migraña para descifrarlo, pero debía admitir que, si bien no le molestaba su aspecto porque no haría uso de su cuerpo a no ser que fuese estrictamente necesario, sí que le causaba cierta expectación. No dejaba de darle vueltas a cómo podía haber tantos hombres pendientes de ella. O no pendientes, pues eso eran palabras menores, sino «enamorados». Locos. Obsesionados... El duque de Winchester, ni mas ni menos. Ese que era el hombre más poderoso de Inglaterra, solo por debajo de la reina. Todavía no sabía si le divertía la popularidad de su futura esposa o si le hacia sentir imbécil: a fin de cuentas, que él no le viera ningún atractivo quita significara que estaba más ciego o era más estúpido de lo que hubiera pensado. Lo único que tenía claro era que ella en sí misma le producía una gran curiosidad-nacida del tiempo libre, seguramente-, y que debía descubrir qué era «eso» que la convertía en un ser humano único. Y no podía decir que partiera de cero; tenía sus sospechas. Cuando antes de emprender la marcha la sentó sobre su regazo y ella lo miró como si fuese la primera vez que lo viera, experimentó una nueva y compleja sensación de la que solo logró distinguir la incomodidad. Quedaba claro que «ese» era el poder de Katniss sobre él. No lo ponía nervioso, ni lo hacía feliz, ni ninguna de esas infumables bobadas románticas que proponían las novelas. Solo le provocaba una grandísima inquietud. Y no únicamente su mirada, pues aquello fue el colmo, sino su mera presencia. Peeta jamás lo diría en voz alta, y menos en presencia de quien pudiese usarlo en su contra, pero sin creer en nada que no fuese el dinero tenía la sensación de que un cuerpo celeste le soplaba en la nuca cada vez que Katniss entraba en la habitación, forzándole a mirarla y a no apartar la vista de ella hasta que se fuera.
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Ángel o Demonio.
RomanceA pesar de reinventarse como cada año durante su gloriosa temporada, esta vez el protagonismo de las fiestas en el Londres victoriano ha recaído enteramente en una joven de leyenda. Toda Inglaterra se muere por el beso de la debutante Katniss Everde...